Ya lleva más de cinco meses allí. Casi dos horas de tren y metro desde casa al centro de Londres, y otro tanto de vuelta después de la jornada en la clínica. Rosa no se queja. Gana más, trabaja menos y en mejores condiciones, segura y confiada porque su cualificación y su experiencia son mucho mayores que las de sus compañeras inglesas. Apenas seis o siete enfermos por turno frente a los más de treinta habituales en los hospitales madrileños. No aceptó de ningún modo que le comprase otra moto para sustituir la que le destrocé. No voy a conducir allí, no seas gilipollas; solo quiero que te cuides mucho y que no vuelvas a hacer tonterías.

Me hubiese gustado regalarle un costurero grande, de raso pajizo. Pero me decidí por una Gibson acústica de abeto y palosanto que mi hermana me ayudó a elegir, en la misma tienda de Chamberí que frecuento desde que vivo en Madrid. La noche antes de partir hacia Londres yo le di la guitarra y Marta un sentido abrazo, para agradecerle los cuidados al germanet. Definitivamente a mi hermana se le ha endulzado el carácter, porque jamás la vi antes preocuparse por nadie ni mucho menos abrazar a las desconocidas. Dos días más tarde, acabadas sus vacaciones, regresó a Nueva York, después de comprarme todo lo que necesitaba, arreglarme la casa una vez más y dejármelo todo dispuesto.

Anoche hablé con Rosa por Skype. Tenía cara de cansada, pero no quiso faltar a su promesa del pasado jueves. Se sentó delante de la webcam con la Gibson en el regazo y me cantó la canción que le pedí. Lleva semanas ensayando para darme el capricho. Fue una delicia mirarla y escucharla mientras la acompañaba con las palmas. Ha aprendido a controlar la voz, toca mucho mejor que antes de marcharse, se ha cortado aún más el pelo y se ha quitado los piercings del rostro y de la lengua. Solo conserva el aro del pezón izquierdo, pero está pensando en ponerse otro en el derecho. Mis suaves tetas, en las que caben dos vidas enteras como la tuya, me dijo riendo mientras se abrochaba la blusa. Así que ahora estás con la hija del marinero. Se llama Cristina, le recordé, y ella vive en su casa y yo en la mía. Y tú, ¿cuántos inglesitos te has tirado ya? Ven a verme y te lo cuento, contestó antes de acercar su boca preñada a la cámara y despedirse hasta el próximo jueves con un sonoro beso. Cuídate mucho, nene. Mi guapa enfermerita, la mitad llena de lumbre, la mitad llena de frío.

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