Julio el inmoral se ha separado. Me llamó el pasado 1 de abril, lunes de Pascua, para anunciarme que la decisión estaba tomada y para pedirme refugio en casa durante un mes, dos a lo sumo, hasta encontrar un piso de alquiler o “resolver la situación”, así lo dijo. Su llamada me sorprendió al volante, subiendo el puerto de Somosierra de regreso a Madrid tras las cortas vacaciones de Semana Santa junto a Cristina, que entonces fumaba a mi lado en silencio, visiblemente incómoda por asistir involuntariamente a través del manos libres a una conversación que no era suya y con más razón al llanto abrupto con el que Julio acabó por interrumpirla. Estoy conduciendo, le dije, te llamo en cuanto llegue a casa. Se recompuso lo suficiente para excusarse por el momento inoportuno y para preguntarme con perceptible pudor si viajaba solo. Dudé un instante, aquel altavoz indiscreto me daba la ocasión tanto de mentir para atenuar la vergüenza de mi amigo como de decir la verdad para subrayar tácitamente ante Cristina mi confianza en ella implicándola en mis asuntos, en mis relaciones y mis decisiones. No, no voy solo, estamos llegando a casa, volvemos ahora de Santander. Entendió sin dificultad a quién se refería ese plural y saludó a Cristina mandándole un beso, disculpándose también con ella por la llamada y el sollozo. No te preocupes, Julio, por Dios, no tienes nada de qué disculparte ni de qué avergonzarte, dijo hablándole al micrófono con todo el cariño que es capaz de transmitir, tanto en su caso. Cuando pulsé el botón para terminar la llamada llevó su mano a mi pierna, me acarició levemente. Pobrecillo, lo lamento de verdad, me cae muy bien aunque apenas le conozco; ¿no es de tus amigos más antiguos, verdad? Leer Más
Del buen amor
