Julio el inmoral se ha separado. Me llamó el pasado 1 de abril, lunes de Pascua, para anunciarme que la decisión estaba tomada y para pedirme refugio en casa durante un mes, dos a lo sumo, hasta encontrar un piso de alquiler o “resolver la situación”, así lo dijo. Su llamada me sorprendió al volante, subiendo el puerto de Somosierra de regreso a Madrid tras las cortas vacaciones de Semana Santa junto a Cristina, que entonces fumaba a mi lado en silencio, visiblemente incómoda por asistir involuntariamente a través del manos libres a una conversación que no era suya y con más razón al llanto abrupto con el que Julio acabó por interrumpirla. Estoy conduciendo, le dije, te llamo en cuanto llegue a casa. Se recompuso lo suficiente para excusarse por el momento inoportuno y para preguntarme con perceptible pudor si viajaba solo. Dudé un instante, aquel altavoz indiscreto me daba la ocasión tanto de mentir para atenuar la vergüenza de mi amigo como de decir la verdad para subrayar tácitamente ante Cristina mi confianza en ella implicándola en mis asuntos, en mis relaciones y mis decisiones. No, no voy solo, estamos llegando a casa, volvemos ahora de Santander. Entendió sin dificultad a quién se refería ese plural y saludó a Cristina mandándole un beso, disculpándose también con ella por la llamada y el sollozo. No te preocupes, Julio, por Dios, no tienes nada de qué disculparte ni de qué avergonzarte, dijo hablándole al micrófono con todo el cariño que es capaz de transmitir, tanto en su caso. Cuando pulsé el botón para terminar la llamada llevó su mano a mi pierna, me acarició levemente. Pobrecillo, lo lamento de verdad, me cae muy bien aunque apenas le conozco; ¿no es de tus amigos más antiguos, verdad?

Bajando el puerto pensaba en la noticia inesperada y en su ruego de acogida, en lo que iba a decirle al llegar a casa, sentí que yo tampoco conozco a Julio a pesar de haber compartido con él tantas horas y tantas cosas durante los últimos cuatro años, desde que respondió a mi anuncio en una web solicitando un guitarrista para formar un pequeño grupo amateur con el que distraer algunas tardes, tocar a veces ante los amigos y grabar algunas maquetas caseras. En marzo de 2010 les hablé a ustedes de él con estas palabras: “Me refiero a Julio el comunista siempre de ese modo, con el apodo incluido, por puro hábito, porque así me he acostumbrado a llamarle para diferenciarle de otro con su mismo nombre de pila al que también suelo frecuentar, Julio el inmoral. El mote de aquél es lógico y objetivo, no en vano es militante del PCE desde su juventud, pero el de éste es más bien una autodefinición caprichosa porque, aunque sobre todo con una copa de más, suele declararse como tal inmoral con frecuencia, nadie ha detectado nunca en él, oficinista felizmente casado y con dos hijos, trazo de inmoralidad alguna en su pensamiento o su proceder. Quizá algún día nos sorprenda”.

Tal vez ese día ha llegado, le dije a Cristina cuando ya aparcaba el coche en el garaje. Julio se instaló en casa dos días después, con apenas un par de maletas, la guitarra y, naturalmente, sus dos cámaras digitales. Hace tiempo que la fotografía es para él, como también les conté aquí, algo más que un pasatiempo, hasta el punto de que su creciente intención de abandonar la empresa en que trabaja para dedicarse a ella a tiempo completo, como freelance remunerado, ha acabado por convertirse en una de las causas de la crisis matrimonial, tal como me confesó en el salón de mi casa la primera noche en que durmió aquí. Un par de vasos de bourbon después también me habló de otras razones, fundamentalmente de una más, decisiva a su parecer, que en realidad tampoco es ajena a su pasión por la fotografía. Tú sabes cuánto quiero a Maite, me dijo con los pies descalzos apoyados sobre mi mesa. Afirmé, le dije que sí lo sabía, más por acompañarle solidariamente en esa convicción que por mi propia seguridad sobre el amor que profesaba a su esposa, más allá de lo que él mismo contó siempre y a mí me pareció percibir en cada ocasión en que los he visto juntos, tantas cenas en su casa o en la mía, días de paseos y barbacoas, noches de cine y copas, muchos fines de semana fuera de Madrid. Hasta aquella llamada del lunes de Pascua no tuve razón alguna para pensar que Julio no amaba a su mujer. No, en realidad no sabes cuánto la quiero, continuó. Y la verdad es que no la quiero. La adoro. Eso dijo, “la adoro”, lo expresó con firmeza cargada de un tono enigmático que me hizo pensar que se trataba de un matiz y no de un grado, tal vez pretendía decir que quería a su mujer no de un modo exagerado sino distinto a lo convencional, incluso extravagante.

Kevin Hayes – Long story short

Me limité a escucharle en silencio, pensando que efectivamente ese hipotético día -más bien noche, eran las dos de la madrugada- en que mi amigo me sorprendería había llegado. Mientras él hablaba pensé en Cristina, la eché de menos, si Julio no estuviese en casa sería ella la que compartiría la noche conmigo,  pero ahora dormiría sola en su casa, en su cama, tal vez todavía despierta, quizá también añorándome. Tengo dos gigas de fotos de Maite, prosiguió Julio. La he fotografiado tanto, en tantos lugares y circunstancias, con aspectos y expresiones tan variadas, que acabó por dejar de burlarse o protestar, se acostumbró a cocinar, trabajar, regar las plantas o caminar por la calle con el objetivo de mi cámara apuntándola. A veces le pedía que posara, pero me gustaba sobre todo cogerla a su aire, distraída en sus cosas. No me costó convencerla para retratarla desnuda, en nuestro dormitorio, en cualquier rincón de la casa si los niños no estaban, incluso al aire libre, en el campo, en parques y playas. De cuerpo entero, primeros planos, cada curva y cada pliegue de su cuerpo. La adoro, Albert. Julio el inmoral llevaba aún la corbata con la que había vuelto de la oficina, el nudo ya muy flojo colgando del cuello de su camisa gris arremangada. Bajó la cabeza hasta apoyar mansamente la frente en sus manos, agotado y borracho, y quedó en silencio. Estoy cansado pero quiero explicártelo hasta el final, dijo tras frotarse los ojos; quiero hacerlo y es justo que lo haga, me has acogido en tu casa sin condiciones. No me debes nada, Julio, no necesito saber nada.

Quiero hacerlo, repitió, y no tuve coraje para decirle que yo no quería saber, que prefería ignorar lo que él necesitaba contar. Me habló del hallazgo no tan casual de un chat -o un blog, no me enteré bien- de aficionados a la fotografía, de extraños a los que fue tomando aprecio a través de esas charlas, de las discusiones técnicas y las tertulias, los consejos y los trucos, del descubrimiento y la confesión de gustos y afinidades, de la creciente confianza y finalmente de la vacilación, primero el rechazo y más tarde la pulsión irresistible, ansiosa, de enseñar a aquellos desconocidos el cuerpo de su mujer, de la íntima perturbación y el arrepentimiento, unos días sin entrar para después recaer, volver con más fotografías aún más explícitas hasta saltarse la última barrera autoimpuesta, eliminar cualquier censura y revelar también el rostro de Maite. No me interesaban sus comentarios técnicos, ni sus consejos ni su entusiasmo, me dijo.  Nunca confesé que aquella mujer era la mía, les hablé de una amiga o una modelo profesional, qué más da, no recuerdo. Necesitaba compartir mi adoración, concluyó levantando la cabeza para mirarme a los ojos. No me excitaba, te lo juro, por si lo estás pensando. Ni me deleitaba en sus halagos, ni en su admiración por mi talento como fotógrafo. Era otra cosa. Estoy orgulloso de mi mujer. Es así de estúpido, de patético, de inmoral. Quitó los pies de la mesa, se inclinó hacia adelante en el sillón con las manos entrelazadas bajo la barbilla. ¿Cómo se enteró ella? pregunté, más por precipitar el final de aquella historia que por verdadero interés en la respuesta. ¿Se lo contaste, lo descubrió de algún modo? Me miró con una sonrisa extraviada. No seas ingenuo, Albert, Maite no sabe nada. Es cosa mía, es mi pecado y mi penitencia.

La tarde siguiente le llamé desde el despacho para decirle que pasaría la noche con Cristina. Fue la primera vez que dormí en su cama. Tampoco ella ha frecuentado su propia casa desde octubre pasado, desde el regreso del viaje que hicimos juntos a Lübeck, a la Alemania imposible, apenas un par de meses más tarde de la muerte de su padre, el Almirante, mi paciente durante nueve años. Se había cambiado de ropa al volver del trabajo para recibirme, me abrió la puerta con un vestido tan elegante y discreto como el beso en los labios y una sonrisa un tanto nerviosa, pasa, dime qué quieres tomar. Parecía turbada o desorientada en su propia casa, su morada de toda una vida junto a su padre viudo, siempre los dos solos, ella a su entero cuidado y disposición durante los últimos años. Más o menos conscientemente había evitado aquel momento, regresar a la vivienda vacía, hacerla suya, habitar la definitiva ausencia de su padre. Lamenté que la inesperada estancia de Julio en mi casa la obligase a ello antes de decidirlo por sí misma, de sentirse preparada o dejar que el tiempo hiciera su trabajo. No por Dios, no te preocupes, Albert, no es culpa tuya y además a mí me viene bien este empujón, siempre los he necesitado para casi todo, ya lo sabes. Se sentó en el sillón del salón, en su sillón de siempre, con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas, comedida y respetuosa como si fuese ella la invitada. No he tocado nada, todo sigue igual, ya lo ves, dijo mirando la estancia con el gesto de quien lo hiciese por primera vez. Me dirigió una sonrisa insegura que mantuvo mientras suspiraba profundamente -qué guapa estaba- y luego se llevó las manos al rostro, apenas un instante, un destello para ordenar o atajar las emociones. ¿Quieres ver su biblioteca? Sube, te va a gustar mucho, ya lo verás, dijo sonriendo abiertamente, la oportunidad de regalarme esa expectativa le levantó el ánimo. La segunda puerta a la izquierda.

Libro de buen amor manuscritoSubí las escaleras dejándola sola, sentada en la misma postura mientras encendía un cigarrillo. Durante los nueve años en que visitó mi consulta, el Almirante me habló de aquella estancia con poca frecuencia y detalles y con orgullo exento de vanidad o apasionamiento. La habitación era amplia, bien ventilada y luminosa pero resguardada del sol directo, estanterías hasta el techo, anaqueles colgantes, vitrinas expositoras individuales y un escritorio junto al ventanal. Paseé entre las librerías con el ánimo de quien visita un templo ajeno y exótico, abrumado por la inesperada belleza de aquella sala y el aún más insospechado valor de lo que contenía. Multitud de primeras ediciones: La Regenta en dos tomos, La invención de Morel, Drácula de Bram Stoker en castellano o Poeta en Nueva York en inglés fueron las primeras que me saltaron a la vista. Un ejemplar de Peñas Arriba dedicado de puño y letra por el propio Pereda a un tal Leandro, de Potes, recordé hojeándolo con mimo cómo el Almirante me había contado quién era Leandro, el modo en que ese libro llegó a sus manos y el mucho aprecio que tenía al libro. Una edición facsímil de uno de los manuscritos del Libro de Buen Amor, y un estante más arriba otro de los íntimos tesoros a los que se había referido en nuestras charlas, los tres tomos de la Historia de los judíos de España y Portugal de Amador de los Ríos, también primera edición de 1875. Nunca me habló, sin embargo, de las cuatro vitrinas agrupadas en semicírculo, cada una de ellas con un volumen en su interior. Ese que estás mirando creo que vale más que esta casa; escuché la voz de Cristina a mi espalda, estaba apoyada en el quicio de la puerta, sonriendo divertida por mi cara de desconcierto y admiración, por supuesto no la oí subir, en medio del descubrimiento de aquella estancia no hubiese escuchado el estruendo del fin del mundo. De Re Militari, escrito por un tal Robertus Valturius, editado en 1483. En la vitrina de al lado, un Breve tratado de hygiene militar e naval publicado en Lisboa en 1819, y en la tercera un libro de 1788, Relacion del ultimo viage al Estrecho de Magallanes, restaurado hacía solo unos años por encargo del Almirante, me contó Cristina aún desde la puerta. La cuarta vitrina guardaba una edición del Decameron en inglés, con ilustraciones firmadas por Salvador Dalí. El libro estaba expuesto abierto en una página con uno de esos grabados, la etérea silueta de una mujer sin rostro completamente desnuda.

Encargamos por teléfono una cena frugal, Cristina no tenía hambre ni muchas ganas de hablarme de la biblioteca de su padre, de dónde y cómo consiguió cada uno de esos libros, de qué pensaba hacer ahora con ellos, esa colección vale una auténtica fortuna. La ayudé a cambiar las sábanas de su dormitorio, hacía más de un mes que nadie dormía entre ellas. Se demoró alisando en silencio cada una de las minúsculas arrugas mientras yo me desnudaba y después se sentó en la butaca para descalzarse con idéntica morosidad y una sonrisa apurada, aplazando el ruego que no llegó a verbalizar, no fue necesario, era visible en sus ojos huérfanos. No pasa nada, Cris, no me importa -mentí piadosamente, esa noche la encontraba especialmente atractiva-,  lo entiendo, y yo estoy cansado y tengo sueño, no te preocupes. ¿De verdad no te importa? Solo esta noche, te lo prometo. Estoy bien, pero no sé -volvió a cubrirse fugazmente el rostro con las manos, de nuevo el destello para ordenar o borrar las sensaciones- me apetece tumbarme, cerrar los ojos. Apagó la luz, me dio la espalda y se enredó en mis brazos. Estuvo apenas cinco minutos en silencio, tal vez barajando aún emociones o recuerdos antes de preguntar en un susurro: ¿Has visto el escritorio junto a la ventana, en la biblioteca? Claro que lo había visto, madera noble, tipo secreter, con persiana y múltiples cajones.

Yo nunca entraba si él no estaba, continuó. Cristina susurraba en la oscuridad, la espalda pegada a mi pecho, intercalaba largas pausas conciliando las palabras con la memoria, no la interrumpí en ningún momento. Era como un pacto tácito, ya sabes, usaba la biblioteca también como despacho; él tampoco entraba nunca a esta habitación, lo normal entre padre e hija, parcelas de intimidad. Semanas después del entierro subí para empezar a ordenar lo que hubiese, juntar papeles, revisar el escritorio por si algo necesitaba atención, él siempre se ocupó personalmente hasta el final del papeleo, de sus cosas. En los cajones de la izquierda, al fondo, debajo de las carpetas con recibos y facturas, encontré películas escondidas. No se lo he contado a nadie hasta hoy. Era algo muy íntimo: ya me sentía mal pensando en lo mal que se sentiría él si hubiese podido ver a su hija recogiéndolas. En fin, ese tipo de cosas no tendrían que ser así. Se convierte en algo sucio, y no tiene por qué serlo. Él no pensaba morirse, así que no pudo deshacerse de ellas. Las fui metiendo en una bolsa de basura poco a poco. Y luego las llevé a un contenedor. Pensé que alguna asistenta indiscreta podía encontrarlas. Había un dineral en películas, que además entonces eran caras. Me hizo pensar en lo que es morirse de pronto. En que hurguen en tus cosas. Me sentí fatal por él, de verdad. Se hubiera muerto de vergüenza, pobrecito. Bueno, supongo que él me lo habría agradecido. Lo que sí he conservado son libros. Había más de uno también. Emmanuelle en portugués, supongo que de cuando aquí no podía comprarse. Seguro que lo compró en algún viaje. Y solo eso, solo meter la nariz en sus compras, me parece una intrusión, una putada. Fue la primera vez que escuché a Cris, desde que la conozco, pronunciar una palabra gruesa; el tono melancólico con el que comenzó a hablar fue relajándose paulatinamente, igual que su espalda contra mi pecho. Se giró despacio, me besó el rostro, apoyó la cabeza en mi hombro. Debió de ser frustrante intentarlo con el portugués, prosiguió después de un silencio, acariciándome el pecho con los dedos. No se entiende nada. Uno no puede excitarse sin enterarse de lo que dice el libro, por mucho que se sienta dispuesto. En fin, estas son cosas que pensé en su día y ahora me alegro de contártelas. Calló entonces pero continuó deslizando los dedos por mi rostro y mi pecho, cada vez más despacio hasta que apenas minutos después el sueño los alcanzó, a medio camino entre mi pezón izquierdo y el corazón.

Las semanas siguientes alterné aquella casa con la mía, las noches con Cristina y las veladas con Julio, detalles y anécdotas sobre búsquedas en librerías de viejo de toda Europa, recuerdos del viaje de bodas, el nacimiento de los niños o los cumpleaños de Maite, la enfermedad del Almirante, los disgustos conyugales, el cuerpo desnudo de Cristina, las canciones a dos guitarras con Julio, algunos fines de semana también su tocayo el comunista y Tinín acompañándonos en la música, en las risas o en las charlas. He tenido a Julio el inmoral como huésped tres semanas y media. A finales de abril se mudó a un apartamento de alquiler en Embajadores en el que, me atrevo a augurar, no durará demasiado. Ha pasado tardes y hasta noches enteras aferrado a la cámara y a la guitarra, fotografiando el barrio desde mis ventanas, sacando primeros planos de cada objeto de mi casa, retratando a los amigos en todas las poses imaginables o ensayando canciones de cantautores quejumbrosos que siempre detestó incluso más que yo. Creo recordar que fue después de intentar una de Ismael Serrano cuando Tinín, providencialmente presente aquella noche, se lo soltó a bocajarro: Oye Julio, tu pecado es una mierda de pecado, por eso un cura no te receta medio Padre Nuestro ni tu mujer va a dejar de quererte, y la penitencia nos la estamos comiendo nosotros, así que vuelve en ti de una puta vez, habla con Maite, cuéntale el rollo ese de las fotos o no se lo cuentes, qué más da, pero deja ya esa pose de depravado arrepentido porque hasta el comunista o las chicas te ganan de largo en indecencia, no te digo ya el Albert o yo, concluyó señalándome y después a sí mismo con el dedo índice, me molestó un poco porque Julio es prácticamente un recién llegado, nada sabe de nosotros ni yo tengo la sensación de haber cometido ni por tanto la intención de confesar pecado ni indecencia alguna, pero asentí con énfasis porque el argumento, bueno o malo, estaba haciendo mella en Julio, se lo noté en la cara. ¿No es para tanto, verdad? dijo encogiéndose en el sillón, agarrado a su guitarra. Lo he pensado mucho estos días, prosiguió, le he dado muchas vueltas y me he dicho muchas veces eso, que no he cometido ningún crimen. Nos miraba a ambos alternativamente, desconcertado, dudé si se echaría a llorar o a reír, si iniciaría otra canción lastimera o se arrancaría a rapear. No hizo nada de eso, sino soltar la guitarra, coger la cámara y apuntarnos con el objetivo: No os mováis, es un plano cojonudo. Julio, amigo, tú no eres inmoral, tú eres gilipollas. Así se lo dijo Tinín y a continuación declaró solemnemente que a partir de ese momento se referiría a él como Julio el gilipollas para distinguirlo del otro con su mismo nombre.

Esto se llama coqueta, ignorante, no cómoda. Cada mañana después de la ducha, Cristina se pone un camisón, se recoge el pelo y se sienta delante de ese mueble con espejo ovalado, joyero, cajones y mil compartimentos. Era de mi madre, lo trajimos desde La Guindalera, mira qué bien está todavía, ni un rasguño. Era una mujer muy cuidadosa, mi padre me lo repetía con frecuencia cuando era pequeña para ponérmela como ejemplo, porque yo de niña era un poco trasto aunque te parezca mentira, aquí donde me ves, tan formal. Hablaba mientras se arreglaba delante del espejo, contenta y parlanchina, dándome la espalda, me gusta mirarla aún tumbado en la cama, suelo levantarme un poco más tarde. Y muy guapa, ya has visto las fotos -las hay por todas partes, enmarcadas en cada habitación de la casa-. Mi padre la adoraba, eso me lo han dicho siempre cuantos la conocieron, me contó con orgullo indisimulado mientras se cepillaba la melena. Cuando termina con los lápices, los botes y los peines, se gira hacia mí adelantando la cara para exponerla con los ojos muy abiertos, los labios un poco fruncidos y la expresión perfectamente neutra, esperando mi dictamen, ese gesto automático siempre me hace gracia. De que te ríes, tonto, dime si estoy guapa que voy con prisa. Luego se levanta de un salto, se quita el camisón, lo cuelga cuidadosamente en el armario y se desplaza hasta otro mueble -esto, esto sí es una cómoda- para elegir la ropa interior del día. Ya se ha acostumbrado a alimentar mis ojos golosos durante esos minutos de sol primaveral inundando el dormitorio, al principio acortaba pudorosamente el trámite todo lo posible pero ahora creo que también saborea el momento. Sabes lo que te digo, que me alegro de que la enfermerita esa se quede en Londres, me dijo hace unos días con tono burlón. Cristina es nueve años mayor que yo, exactamente los mismos que a mí me separan de Rosa. Se demoró calculadamente escogiendo el sujetador. No la dejé ponérselo. Yo también me alegro, contesté arrastrándola hasta la cama.

Angelicatas – You don’t need to say anything

La última noche que Julio pasó en casa vino a cenar con nosotros, bacalao al horno que él había preparado, se esmeró especialmente para agradar a Cristina. Está riquísimo, Julio, Albert no me había contado que eres tan buen cocinero. A mí solo me hace huevos fritos, repliqué exagerando, porque lo cierto es que ya echo de menos las cenas de Julio. Agradeció el halago pero inmediatamente se le ensombreció el gesto. Guardo más secretos, respondió con una sonrisa forzada, supongo que eso sí te lo habrá contado. Y mientras ella y yo buscábamos en incómodo silencio una buena respuesta que tal vez no habríamos encontrado en toda la noche, añadió: No pasa nada, no me importa, al revés, me parece normal, las parejas se cuentan las cosas. Y vosotros hacéis muy buena pareja, concluyó mirándome como si tratase de avisarme o aleccionarme, estoy acostumbrado a ese tipo de miradas, la mareta también me las dirige en cuanto tiene ocasión. Como a bordo del coche en Somosierra, Cris posó su mano en mi pierna y le sirvieron las mismas palabras que entonces, no te preocupes, Julio, no tienes nada de qué disculparte ni de qué avergonzarte. Tu mujer sabrá entenderlo, estoy segura. Siguió hablándole y yo me sorprendí a mí mismo sintiéndome estúpidamente orgulloso de la excepcional capacidad de empatía de Cristina, de su coraje y su habilidad para ofrecer tregua y desahogo a la íntima angustia de un desconocido, para ella Julio lo es casi por completo. La velada fue agradable, Cris habló largo y tendido de los libros de su padre, tocamos canciones alegres que ella nos iba pidiendo y que incluso se atrevió a acompañar con su voz. Estaba más guapa que nunca.

Hacéis muy buena pareja, de verdad, os lo dice un fotógrafo. Cristina sonrió complacida mientras me abrazaba tímidamente. Se cansará de mí, bromeó, le saco casi diez años. Me gustaría haceros un regalo, continuó Julio, por la hospitalidad, por compensar un poco el tiempo que os he robado, por las noches que no habéis compartido. Un retrato juntos, una buena foto de pareja. Cristina me miró sorprendida, divertida ante la propuesta. ¿Tú qué dices, jovencito, quieres quedar inmortalizado al lado de una cuarentona? En la biblioteca de tu casa, respondí, solo acepto si es allí. Se le abrió aún más la sonrisa, la idea la sedujo, me pareció evidente en sus ojos. La mañana del siguiente sábado, ya instalado en su nuevo apartamento, Julio se desplazó a casa de Cristina con todos sus pertrechos de fotógrafo. Le abrí recién duchado, con el albornoz puesto. Le ofrecí un café, me adelanté en las escaleras. Sube cuando termines, te esperamos arriba, la segunda puerta a la izquierda. Se la dejé entornada, solo tuvo que empujarla. Cuando entró, las persianas destilaban la luz de una espléndida mañana de mayo que aclaraba el color de los pezones de Cristina y el de su pelo suelto, recién cepillado. Se había decidido por una butaca sin respaldo justo delante de las vitrinas, con las piernas cruzadas y un libro en su regazo. Eligió uno que no estaba en ninguno de los estantes, sino en el fondo de un cajón del escritorio de cedro, un ejemplar de una edición de Emmanuelle en portugués. Me puse a su espalda, con una mano en su hombro y la otra agarrando la que ella me ofrecía. Mi albornoz y su camisón colgaban de un perchero. Julio se quedó paralizado, por un instante dudé otra vez si iba a echarse a llorar o a reír. Colocó el trípode frente a nosotros, usó su fotómetro, ajustó el objetivo. “Perfecto”, fue lo único que dijo antes de colocarse detrás de su cámara.

La foto ya está enmarcada, colgada sobre la cama de Cristina. Julio el gilipollas me llamó hace unos días al móvil desde su nuevo apartamento de soltero. He hablado con Maite, me dijo, quizá la próxima vez reúna valor para contárselo todo. Mucha suerte, amigo, contesté antes de apagar la luz y abrazarme al cuerpo de Cris. Algunas noches subo para leer en la biblioteca, mientras ella duerme.

16 comentarios en “Del buen amor

  1. uff agotador, molia me he dejao… ni fuerzas pa comentar casi…
    una cosa si te digo, la última que dices no, pero una fotillo de esas que echaba el muchacho en tu casa, si hubiera pegao..no?

  2. Lo sé, Lunera, es muy largo, pero ya sabes, uno se pone a tejer una bufanda y cuando quiere acordar tiene una manta. Gracias por la lectura, niña, esta vez más que nunca. Sobre las fotos, qué va, mucho mejor las que he puesto, porque salvo en esa última en todas salgo con cara de aburrido o de borracho. Además, la única foto mía que hay en este blog la hizo precisamente Julio, y no suelo repetir con los fotógrafos 🙂 Toma un beso.

  3. En realidad todos somos unos «chapas». Para cada cual su historia parece la más interesante y encima queremos hacer partícipes a los demás como si en realidad importara un poco más allá de un mero cotilleo insustancial.
    Como las borracheras, las separaciones parecen ser que tienen su proceso ,sus fases y sin duda la más plasta está por llegar, y es esa de «follador compulsivo». Precisamente mientras estaba leyendo (por encima tengo que reconocer) la entrada del post otro «julio» me debía estar contando la última peripecia aderezada seguramente con un porcentaje de fantasía acojonante a la que hice frente con esa cara de hipócrita interesado que tan de puta madre me sale.

    Dejo saludos y recuerdos para el personal.

  4. A mí eso me parece bien, Miguel Ángel, diría que es sano que cada cual tenga su propia historia por la más interesante. Pero en contra de lo que dices, creo que realmente no sucede con mucha frecuencia, más bien se tiende a considerar más enjundiosas las vidas de otros y al desafecto hacia la propia. No sé si a mi Julio le llegará esa fase de follador compulsivo como al tuyo, me da que no, está muy enamorado, o eso cree. A mí esa cara de escuchar atentamente mientras pienso en otras cosas tampoco se me da mal, no te creas, un día nos juntamos y comparamos, nos contamos mutuamente nuestras vidas (mientras escuchamos discos de Police jeje) sin hacernos ni puto caso uno al otro. Un abrazo.

  5. jajajja….joder, eres muy poco profesional, cojones.
    Tu profesión se supone que es escuchar, asimilar y encauzar mentes alborotadas se supone que con cierto rigor…. la mía solo tiene que ver con cables pero no de la cabeza.
    En cuanto al final de tu comentario, qué pretendes… echarme un pulso a ver quién bosteza primero?… preferiría cambiarlo por unas cañitas con otra música de fondo..jejejje

    Saludos.

  6. Si me dejáis,yo me apunto a esas cañas con vosotros dos, y siempre y cuando sean en un bar en el que suene Police,, of course!!!;))) Os reto a ver quien aguanta más,)) …
    Besos

  7. si algún dia, basito, tienes a un tio delante de ti y se pone a tararear una canción del susodicho que sonara de fondo…. no te lo pienses…apura la cerveza y estámpale la jarra en la cabeza… igual hasta le arreglas algo en el coco.

    Besos

  8. Hola Albert!.
    Te conozco de otro blog; siempre me has llamado la atención y perpleja me quedo ante lo que leo hoy, al entrar por primera vez en tu pequeño apartamento virtual.
    Salgo de guardia; estoy cansada. Bocata, siesta, sexo y unas cañas en la Plaza del Conde de Barajas. SALUDOS.

    S

  9. Yo tampoco sé muy bien qué es lo que hago aquí comentando este soporífero relato, pero es que el otro día, mientras orinaba en un mingitorio público, me preguntaba: «¿Y qué será del tal Albert ese…? ¿Seguirá escribiendo las castañas que escribía en ese blog repleto de fotos de señoritas en cueros vivos…?¿Seguiría contando todas esas patrañas que solo un enfermizo y calenturiento caletre como el suyo podía contar…? ¿Habría, quizá, engatusado ya a algún incauto editor para que le publicara sus infumables bodrios…?».

    Así que supongo que por culpa de tan malsana curiosidad estoy aquí. Bueno, por eso, y, para ser sincero, porque quería comprobar si ahora era capaz de leer un relato suyo de seguido. Pero nada, no lo he logrado, me ha sido imposible. Y no es porque el chaval escriba mal, no; más bien al contrario: tiene una buena prosa, con ritmo, con bastante vigor, pero es que soy incapaz de leerle más de tres párrafos seguidos.

    Yo creo que son las fotos, que me despistan…

    Un cordial saludo para todos,

    @Amberes1920 (antes más conocido como Lordcanciller)

  10. Ya has leído a Baso, Miguel Ángel, pierdes dos a uno, sonará Police mientras discutimos de cables. Abrazos y besos, amigos. Y gracias siempre, a los dos, por seguir apareciendo por aquí.

    Hola, Yo (bonito nick). Bienvenida. No sé qué otro blog es ese al que te refieres, realmente me prodigo poco por otros apartamentos. De hecho, ya ves que tampoco ahora frecuento mucho el mío. La plaza del Conde de Barajas fue durante bastante tiempo casi mi propia casa, y aún le guardo un aprecio especial. El sexo y las siestas también me gustan. Un placer, espero verte más por aquí. Gracias. Saludos.

    Gracias, S., me alegro de que te haya gustado. Senatus Populusque, no lo he olvidado. Por cierto, supongo que sabes que hace meses que hay foro nuevo ¿no? Se te echa de menos. Saludos, gracias por la lectura.

    ¡Mi muy admirado Lord Canciller! ¡Cuánto tiempo! Le hacía por ahí de viaje, en algún paraíso o llevando y trayendo maletines entre Génova y Ginebra, qué sé yo. Y resulta que anda usted tomando clases por correspondencia de crítica literaria y ocupando su tiempo en los urinarios públicos. Después de conocer sus nuevas aficiones, no sé cómo tomarme esa alusión a mi ritmo y mi vigor. Ay bandido. Déjeme decirle que me gusta ese nuevo y entrañable nick olímpico que ha escogido. Saludos cordiales, gracias por la visita.

  11. Mi buen amigo Albert:

    Permítame decirle que yerra por completo al imaginarme zascandileando con maletines repletos de billetes de a cinco leuros por los procelosos territorios offshore. Para su información, yo soy más de los que andan por los cuartos de banderas en busca del general (o incluso sargento, ya me da igual) que encabece la sublevación que tanto necesita nuestra querida España.

    Sin embargo, no se equivoca en lo del curso por correspondencia de crítica destructiva literaria. Es una maravilla, se lo recomiendo. Los profesores no han escrito en su puñetera vida nada que merezca la pena, pero transmiten un odio y un resentimiento que son fundamentales para hacer bien el oficio. En cuanto lo termine, tendrá ocasión de comprobar lo que digo y podrá salir de dudas respecto al sentido de mis alusiones al ritmo y vigor de su prosa.

    Muchas gracias por su cordial recibimiento, y celebro su buen gusto.

    Un afectuoso saludo,

    @Amberes1920

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