La conocí en Cibuyo, a la atardecida del día de San Mateo del año del Señor de 1708. Con ella negocié el precio de la mula. Con quién si no, si la madre se le murió pariendo a su primogénita, que ya no sé si para mi ventura o mi desdicha fue ella. Y el padre andaba siempre trasegando con la recua en Leitariegos, acarreando paisanos y mercancías para que desde allí prosiguieran viaje hasta la ancha Castilla. Aurora la arriera le decían, no solo por ser hija de quien era sino también porque ella misma, cuando la nieve o la ventisca no dejaban otra, ayudaba a golpe de fusta a que las mulas remontaran el puerto. En la primavera y el verano se quedaba en la casa, al cuidado de las vacas y vendiendo a campesinos como yo los animales que amontonaban tantos quebrantos y mataduras que ya no servían para cruzar las peñas. Doscientos reales le pagué por aquella torda, vieja y seca como un leño pero buena todavía para labrar mi pedacico de tierra en Corias. Antes de que aquella mula se me doblara de manos para siempre, que ni un año me duró, yo ya le había contado a la arriera todas las pecas de su cuerpo ancho. Y miren que no eran pocas, que a cada pulgada de carne blanca se le arracimaban dos o tres, como pardinas en florido huerto. ¡Ay mi Aurora! ¡Cuándo te veré de  nuevo!

Que me esperaba, me dijo, que no habría trance que a nuestro amor venciera. Fue la última vez que vi sus labios de fresa, el día que la leva del Borbón me alejó de mi tierra y de sus lácteas carnes. Al pie de la carreta militar, se mesaba las faldas y me tiraba besos entre lágrimas que le resbalaban como culebras. ¡Ay mi Aurora! Qué se me daba a mí que en el trono de palacio se sentara el francés o el archiduque, si ninguno de los dos se iba a encargar de mi sembrado y mis ovejas en el día de la victoria. Pero el caso fue que, antes de aprender siquiera a ajustarme decentemente las botas de soldado o abrocharme la casaca, me vi en  Zaragoza, pegando tiros como si la vida me fuera en ello. Que de verdad me iba lo comprendí cabalmente cuando una bala me atravesó el muslo. Tal arrebato me alcanzó de pensar que mi Aurora no iba a quererme así tullido, que a la pata coja me interné entre las filas enemigas y yo solo, sin auxilio de infantería ni respaldo de artillería, di muerte a doscientos alemanes, mil holandeses y cuatro mil valencianos. Antes de sanar del todo la herida ya estaba en Brihuega, persiguiendo ingleses que huían a batallones de mi ira como del cuélebre. Tres años más duró la guerra, y tantísimas ganas tenía yo de que acabara aquello para volver con mi venus pecosa, que sin encomendarme a Dios ni al diablo me puse al mando de los ciento cuarenta cañones con que por fin rendimos Barcelona. Resuelta la disputa dinástica y de vuelta en Madrid, contraté plaza en una carreta de cuatro bueyes -a un real cada tres leguas, buen precio- para regresar a la tierruca con mi sembrado, mi rebaño y mi Aurora. Pero hete aquí que antes de partir me llegó una cédula real que, en virtud de mi desempeño en combate, me nombraba mariscal de campo.

La debida disciplina castrense me obligó a rogarle al carretero que aguardara, que no sería cosa de mucho. Durante décadas guerreé en Nápoles y defendí La Habana, entre otras escaramuzas. Concluido todo lo cual corrí a encontrarme con el carretero, que si bien es verdad que, como el resto de viajeros, empezaba a impacientarse, no menos lo es que cumplió el trato con exquisito celo. Tanto que en el ínterin había sustituido la vieja carreta desnuda de dos ruedas por una galera de cuatro con bancos de asiento, toldo alto y candil, y a los viejos bueyes por esbeltas caballerías con un zagal a su cargo. Bien cómodo encontré el transporte después de tanta batalla, de tal modo que antes de salir de la Villa y Corte ya me había quedado traspuesto, mecido por el apacible repiqueteo de la madera sobre la tierra y el dulce recuerdo de la piel caliente que en mis montes me esperaba impaciente. ¡Qué ganas tengo de estrecharla en mis brazos!

Me despertó el frío, cuando la galera empinaba ya el puerto de Somosierra. No se había visto una nevada como aquella desde los tiempos del Rey Católico, eso  sentenció el carretero, y también que no habría forma de proseguir viaje hasta que los caminos quedaran despejados. No tuve otro remedio que asumir yo mismo el recién creado cargo de Superintendente General de Correos, Postas, Caminos y Posadas del Reino, y ponerme así al frente de una cuadrilla de albañiles, zapadores e ingenieros con la que durante varios lustros acometí las obras de desmonte, pavimentación y construcción de puentes y muros de contención que abrieran nuevas rutas en aquella cordillera. Mucho me lo agradeció el carretero, que cortésmente me rogó que ahora le llamase conductor, pues mientras yo abría caminos, él había aprovechado para sustituir la vieja galera por una moderna diligencia con berlina y rotonda provista de techo de madera, caucho en las ruedas, puertas con estribo, ventanillas de cristal, estufa y otras comodidades que muy bien me hubieran venido para descansar del trajín, de no habérmelo impedido las continuas y efusivas atenciones del resto de los viajeros, en especial de las damas, empeñadas en convidarme a sus encantos como muestra de eterna gratitud. Ofrecimientos que, por supuesto, rechacé amablemente pensando en mi Aurora. De suerte que unos y otras, tomando mi lujuriosa impaciencia por dedicación al prójimo y resistencia a las tentaciones, se juramentaron para investirme como santo varón, y entre alabanzas y rezos se comprometieron a pedirle al sacerdote de la próxima parroquia de Tordesillas, en cuanto allí llegáramos, que le hablase de mí al obispo.

Ni de declinar tan generosa oferta tuve ocasión. No habíamos avanzado ni cinco leguas cuando nos topamos de bruces con el grueso de las tropas napoleónicas que, provenientes de Burgos, se dirigían a ocupar Madrid. Bien recuerdo que nos preguntaron muy amablemente por la dirección para continuar hacia la capital, pero mejor aún que no habíamos acabado de darle las indicaciones sobre la mejor ruta a seguir cuando un certero trabucazo le reventó los sesos al comandante. La mitad de los pasajeros de la diligencia se enrolaron voluntaria y patrióticamente en la guerrilla del cura Merino, que a la sazón era quien comandaba aquella partida. La otra mitad fueron fusilados, y la totalidad de las pasajeras mancilladas en nombre del Rey o el Emperador, tanto daba. Viendo tan extravagante actitud en unos y otros y cavilando por aquella causa que la Guerra del Francés devendría larga y laboriosa, decidí aprovechar mi recién adquirida ejemplaridad cristiana para solicitar de aquel belicoso clérigo que intercediera por mi vida y la del conductor. Accedió gustoso y me recomendó para ocupar la titularidad de la parroquia del pueblecito de Burgos que él había dejado vacante para pelear contra el invasor. Me despedí una vez más del conductor rogándole que no prosiguiera el viaje sin mí, y comencé así una provechosa carrera eclesiástica con la cabeza y el corazón puestos en mi Aurora, en alejarme de la guerra y de las tentaciones y mantenerme así íntegro y casto para ella.

Tras la contienda contra el Francés vinieron las carlistas, y entre medias algún que otro bombardeo, ejecución y pronunciamiento, y como además la grata tarea de apacentar a los rebaños del Señor no me pareció tan distinta a la de pastorear en los prados mis propias ovejas, dispuse de tiempo y buen oficio para ascender en apenas cuarenta años hasta la curia romana, y poco más tarde hasta el mismísimo Colegio Cardenalicio. A la muerte de Pío Nono fui elegido nuevo Papa, pero caí en la cuenta de que la castidad a que aquella dignidad me obligaba me alejaría para siempre del cálido lecho de Aurora, y yo había consagrado mi vida a volver hasta ella, que sin duda ya estaría un poco preocupada por mi tardanza.

De modo que renuncié solemnemente y corrí agarrándome las faldas de la sotana en busca del conductor, que me esperaba fumando a bordo de su recién adquirido ómnibus a vapor de fabricación francesa, provisto de chimenea delantera y carrocería y llantas de acero, todo lujo y comodidad hasta el menor detalle para los diez pasajeros que alcanzaba a albergar su cabina. Para qué negar que a las tres leguas de la partida se pincharon las cuatro ruedas y más tarde, atravesando ya los montes de León, dada la majestuosa altura del vehículo y la escasa pericia que el conductor aún acumulaba en el manejo de tan moderno carruaje, volcamos barranco abajo y hubo que echar mano de nuevo de los viejos motores de sangre (seis mulas alazanas y un buey trigueño), para arrastrarlo otra vez a la carretera. La caldera también procuraba otras inoportunas contrariedades: una tarde se condensó el vapor en los cilindros y hubo  que hacer  noche en lo alto de un pico para dejarla reposar, y con alguna frecuencia sufría fugas que hubieron de taponarse haciendo uso del abundante barro del camino e incluso de las propias ropas de los viajeros, de tal suerte que llegó un momento en que todos viajábamos en paños menores, felices sin embargo por el privilegio de marchar en tan flamante vehículo.

Me comía la impaciencia, casi olía ya la dulce fragancia de los senos pecosos de mi  Aurora cuando se presentó otro inconveniente: la media tonelada de carbón que el ómnibus cargaba para alimentar su maquinaria se reveló del todo insuficiente, de modo que no me quedó otro remedio que abrir una mina en aquellos montes de El Bierzo, previo estudio geológico y topográfico, para procurarnos el ansiado combustible. En apenas dos décadas la explotación dio sus frutos, pero cuando por fin corrí de nuevo hacia el coche de pasajeros cargado con el carbón requerido, resultó que ya no hacía falta porque el conductor había sustituido la caldera de vapor por un innovador motor de combustión a gasolina de manufactura alemana con doble pistón y veinticinco caballos que, allí encajados entre los engranajes y sin necesidad de fusta, tiraban con mucha más fuerza que las mulas y los bueyes. Me dejé caer agotado, para qué negarlo, en una de las confortables quince butacas con tapicería encarnada de que disponía el autobús (pues por exhortación del celoso conductor así había de llamarse ahora al vehículo), equipado además con luces eléctricas, bomba calefactora y ventanillas practicables dotadas de cortinillas.

Descorrí una de ellas por ver el paisaje que me acercaba por fin a los exuberantes prados, montañas y valles del cuerpo de mi amada y me topé cara a cara con el General Franco, avanzando a nuestra vera a la cabeza de un regimiento, exigiendo que detuviésemos el autobús y seguidamente confiscándolo para desplazamiento de tropas y material. Hubimos de esperar tres años sentados en una cuneta, fumando y jugando al julepe, hasta ver si bien el levantamiento o bien la contraofensiva tenían éxito y nos devolvían por fin el vehículo, que vimos pasar en varias ocasiones carretera arriba o abajo, unas veces usado por los nacionales y otras por milicianos republicanos, dependiendo del curso y los vaivenes de la guerra. Tras años de búsqueda, lo encontramos por fin bien oculto en un escarpado bosque, ocupado por una columna de maquis que no habían pagado billete, motivo por el cual el conductor los desalojó sin contemplaciones. Nos acomodamos pues los quince pasajeros, aliviados y deseando reemprender la marcha, cuando el diligente conductor cayó en la cuenta de que el autobús presentaba algunos desperfectos que lo impedían: le faltaba el chasis entero, el motor y las cuatro ruedas, además de algunas intolerables raspaduras en el cabezal de varios asientos.

Convinimos en que con una carrocería desnuda poco y mal íbamos a avanzar, con más razón a través de una carretera completamente asolada por las bombas de la aviación. Así que nos apresuramos a pedir repuestos a la autoridad competente, que mediante un correo certificado nos informó de que, a consecuencia de algunos aprietos políticos, se carecía de medios con los que dotarnos de suministros mecánicos y combustible. No me quedó otra, ya lo habrán adivinado, que encargarme personalmente de reunir los recambios necesarios para acometer las reparaciones. Mientras se reconstruía la carretera, el conductor se propuso rotular el vehículo con el nombre de la empresa en un lateral y el itinerario en el frontal, de modo que me dijo que marchara tranquilo que él tenía tarea. Viajé por toda Europa recabando todo lo necesario, y en última instancia crucé el Atlántico para buscar en los Estados Unidos de América el modelo exacto de aparato de radio que aquel escrupuloso y esmerado guardián de nuestro viaje me había encomendado. Lo encontré finalmente, equipado con su correspondiente antena, en un almacén de Oklahoma City. Pero cuando por fin me disponía a volver, fui requerido por la Agencia Central de Inteligencia, al corriente de mis movimientos e interesada en contar con mis servicios. Tras casi tres décadas trabajando para la Agencia, había reunido un capital suficiente con que presentarme ante a mi Aurora como hombre de provecho y buen partido, de modo que acababa la Guerra de Vietnam y liquidados un par de insurgentes centroamericanos, pedí la baja en el servicio y corrí hacia el sotobosque leonés en que me esperaba mi autobús.

Fue poner de nuevo el pie en la patria y llegarme una carta de la Junta Electoral Provincial, designándome vocal de una mesa para los primeros comicios de la España democrática. Efectuado concienzudamente el recuento de votos, me apresuré a alcanzar el vehículo para el que había pagado plaza y cuyo importe no pensaba desperdiciar, soñando despierto con los ojos de cielo, los dorados cabellos y los rollizos muslos de mi Aurora, que aún andaría ordeñando sus vacas en Cibuyo. Al pie de un rutilante autocar pullman de fabricación nacional -así era de rigor denominarlo a partir del momento- me esperaba el conductor, impecablemente uniformado y acompañado de una azafata que agradeció mis afanes y eficacia con la mejor de sus sonrisas, al tiempo que arrojaba discretamente a la papelera el aparato de radio americano y el resto de los repuestos con que yo había cargado durante mis largos años como agente de la CIA. Me acomodó en mi asiento reclinable, me ofreció algo de beber y encendió el televisor para regocijo de los cincuenta pasajeros que reanudamos el viaje.

A apenas unos kilómetros de enfilar la vertiente leonesa del puerto de Leitariegos, corría en el vídeo una película de Claudia Cardinale cuando mi ya querido conductor -hasta al hombre más paciente puede sucederle en estos tiempos que vuelan- sufrió un infarto de miocardio fulminante. Tras el sentido sepelio, al que asistieron sus más remotos dolientes, percibí cincuenta miradas concentradas en mí. Y aún más: todos los ojos del mundo y del tiempo, y por encima de ellos, el tierno anhelo de mi Aurora aguardándome.

Así me veo, hora tras hora, sentado al volante de este ingenio mecánico, procurando dominar los doscientos caballos de vapor, los pedales y la caja de cambios. Así persisto, día tras día, con un mapa en mi regazo, buscando el camino del puerto. Año tras año, hollando la carretera, seguro de hallar por fin la ruta correcta. Así permanezco, dando la bienvenida a los pasajeros de la clase Supra y más tarde a los de la clase Premium, al turbo, al ABS, SPA, ESP, ART y otros acrónimos que no sé qué demonios significan. Así persevero, decenio tras decenio, guiado por un sistema de navegación por satélite que de poco me sirve en la Alcarria o en la estepa siberiana porque pierde cobertura. Y a pesar de todos los pesares, firmemente convencido de que algún día, Dios mediante, hallaré de una vez la subida a Leitariegos. ¡Ay mi arriera! ¡No habrá trance que con nuestro amor pueda!

IMAGEN DE CABECERA: CARRUAJES ROMERO

6 comentarios en “Aurora

  1. ¡ Como me requetechifla !
    Cuando por fin consiga llegar a la subida de Leitariegos ¿ Se encontrará , después de tres siglos, con su Aurora pecosa que tuviera en su huerto el manzano de la eterna juventud ? ( he buscado en San Google, y he visto que ese puerto está entre Asturias – tierra de manzanas – y León )

  2. …y entonces fue cuando te despertaste agotado….Suerte que pudiste acordarte de todo y darnos esta magnífica lección de historia. Me parece genial, lo único que me molesta un poquiiito es que mientras el tipo escala posiciones y es lo más en lo suyo la pobre Aurora siga ordeñando vacas, grrrr. Me alegra leerte, ya sabes cuánto, besos niño..te espero siempre

  3. Jajaja, Pepi. “No digas que fue un sueño”. Ni se me había pasado por la cabeza esa posible lectura feministitiiiita. Pero hombre, si él lo hace todo por amorrrrr. ¿Tú no recuerdas a Kiko Veneno, que decía “Seré mecánico por ti”? Pues este igual, todo lo hace por volver a su lado. Ay, qué poco romántica eres. Me alegro mucho de verte por aquí, niña, siempre. Y de que te haya gustado. Mil besos apretaos. Y castos, claro.

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