Aurora

La conocí en Cibuyo, a la atardecida del día de San Mateo del año del Señor de 1708. Con ella negocié el precio de la mula. Con quién si no, si la madre se le murió pariendo a su primogénita, que ya no sé si para mi ventura o mi desdicha fue ella. Y el padre andaba siempre trasegando con la recua en Leitariegos, acarreando paisanos y mercancías para que desde allí prosiguieran viaje hasta la ancha Castilla. Aurora la arriera le decían, no solo por ser hija de quien era sino también porque ella misma, cuando la nieve o la ventisca no dejaban otra, ayudaba a golpe de fusta a que las mulas remontaran el puerto. En la primavera y el verano se quedaba en la casa, al cuidado de las vacas y vendiendo a campesinos como yo los animales que amontonaban tantos quebrantos y mataduras que ya no servían para cruzar las peñas. Doscientos reales le pagué por aquella torda, vieja y seca como un leño pero buena todavía para labrar mi pedacico de tierra en Corias. Antes de que aquella mula se me doblara de manos para siempre, que ni un año me duró, yo ya le había contado a la arriera todas las pecas de su cuerpo ancho. Y miren que no eran pocas, que a cada pulgada de carne blanca se le arracimaban dos o tres, como pardinas en florido huerto. ¡Ay mi Aurora! ¡Cuándo te veré de  nuevo!

Que me esperaba, me dijo, que no habría trance que a nuestro amor venciera. Fue la última vez que vi sus labios de fresa, el día que la leva del Borbón me alejó de mi tierra y de sus lácteas carnes. Al pie de la carreta militar, se mesaba las faldas y me tiraba besos entre lágrimas que le resbalaban como culebras. ¡Ay mi Aurora! Qué se me daba a mí que en el trono de palacio se sentara el francés o el archiduque, si ninguno de los dos se iba a encargar de mi sembrado y mis ovejas en el día de la victoria. Pero el caso fue que, antes de aprender siquiera a ajustarme decentemente las botas de soldado o abrocharme la casaca, me vi en  Zaragoza, pegando tiros como si la vida me fuera en ello. Que de verdad me iba lo comprendí cabalmente cuando una bala me atravesó el muslo. Tal arrebato me alcanzó de pensar que mi Aurora no iba a quererme así tullido, que a la pata coja me interné entre las filas enemigas y yo solo, sin auxilio de infantería ni respaldo de artillería, di muerte a doscientos alemanes, mil holandeses y cuatro mil valencianos. Antes de sanar del todo la herida ya estaba en Brihuega, persiguiendo ingleses que huían a batallones de mi ira como del cuélebre. Tres años más duró la guerra, y tantísimas ganas tenía yo de que acabara aquello para volver con mi venus pecosa, que sin encomendarme a Dios ni al diablo me puse al mando de los ciento cuarenta cañones con que por fin rendimos Barcelona. Resuelta la disputa dinástica y de vuelta en Madrid, contraté plaza en una carreta de cuatro bueyes -a un real cada tres leguas, buen precio- para regresar a la tierruca con mi sembrado, mi rebaño y mi Aurora. Pero hete aquí que antes de partir me llegó una cédula real que, en virtud de mi desempeño en combate, me nombraba mariscal de campo.

La debida disciplina castrense me obligó a rogarle al carretero que aguardara, que no sería cosa de mucho. Durante décadas guerreé en Nápoles y defendí La Habana, entre otras escaramuzas. Concluido todo lo cual corrí a encontrarme con el carretero, que si bien es verdad que, como el resto de viajeros, empezaba a impacientarse, no menos lo es que cumplió el trato con exquisito celo. Tanto que en el ínterin había sustituido la vieja carreta desnuda de dos ruedas por una galera de cuatro con bancos de asiento, toldo alto y candil, y a los viejos bueyes por esbeltas caballerías con un zagal a su cargo. Bien cómodo encontré el transporte después de tanta batalla, de tal modo que antes de salir de la Villa y Corte ya me había quedado traspuesto, mecido por el apacible repiqueteo de la madera sobre la tierra y el dulce recuerdo de la piel caliente que en mis montes me esperaba impaciente. ¡Qué ganas tengo de estrecharla en mis brazos!

Me despertó el frío, cuando la galera empinaba ya el puerto de Somosierra. No se había visto una nevada como aquella desde los tiempos del Rey Católico, eso  sentenció el carretero, y también que no habría forma de proseguir viaje hasta que los caminos quedaran despejados. No tuve otro remedio que asumir yo mismo el recién creado cargo de Superintendente General de Correos, Postas, Caminos y Posadas del Reino, y ponerme así al frente de una cuadrilla de albañiles, zapadores e ingenieros con la que durante varios lustros acometí las obras de desmonte, pavimentación y construcción de puentes y muros de contención que abrieran nuevas rutas en aquella cordillera. Mucho me lo agradeció el carretero, que cortésmente me rogó que ahora le llamase conductor, pues mientras yo abría caminos, él había aprovechado para sustituir la vieja galera por una moderna diligencia con berlina y rotonda provista de techo de madera, caucho en las ruedas, puertas con estribo, ventanillas de cristal, estufa y otras comodidades que muy bien me hubieran venido para descansar del trajín, de no habérmelo impedido las continuas y efusivas atenciones del resto de los viajeros, en especial de las damas, empeñadas en convidarme a sus encantos como muestra de eterna gratitud. Ofrecimientos que, por supuesto, rechacé amablemente pensando en mi Aurora. De suerte que unos y otras, tomando mi lujuriosa impaciencia por dedicación al prójimo y resistencia a las tentaciones, se juramentaron para investirme como santo varón, y entre alabanzas y rezos se comprometieron a pedirle al sacerdote de la próxima parroquia de Tordesillas, en cuanto allí llegáramos, que le hablase de mí al obispo.

Ni de declinar tan generosa oferta tuve ocasión. No habíamos avanzado ni cinco leguas cuando nos topamos de bruces con el grueso de las tropas napoleónicas que, provenientes de Burgos, se dirigían a ocupar Madrid. Bien recuerdo que nos preguntaron muy amablemente por la dirección para continuar hacia la capital, pero mejor aún que no habíamos acabado de darle las indicaciones sobre la mejor ruta a seguir cuando un certero trabucazo le reventó los sesos al comandante. La mitad de los pasajeros de la diligencia se enrolaron voluntaria y patrióticamente en la guerrilla del cura Merino, que a la sazón era quien comandaba aquella partida. La otra mitad fueron fusilados, y la totalidad de las pasajeras mancilladas en nombre del Rey o el Emperador, tanto daba. Viendo tan extravagante actitud en unos y otros y cavilando por aquella causa que la Guerra del Francés devendría larga y laboriosa, decidí aprovechar mi recién adquirida ejemplaridad cristiana para solicitar de aquel belicoso clérigo que intercediera por mi vida y la del conductor. Accedió gustoso y me recomendó para ocupar la titularidad de la parroquia del pueblecito de Burgos que él había dejado vacante para pelear contra el invasor. Me despedí una vez más del conductor rogándole que no prosiguiera el viaje sin mí, y comencé así una provechosa carrera eclesiástica con la cabeza y el corazón puestos en mi Aurora, en alejarme de la guerra y de las tentaciones y mantenerme así íntegro y casto para ella.

Tras la contienda contra el Francés vinieron las carlistas, y entre medias algún que otro bombardeo, ejecución y pronunciamiento, y como además la grata tarea de apacentar a los rebaños del Señor no me pareció tan distinta a la de pastorear en los prados mis propias ovejas, dispuse de tiempo y buen oficio para ascender en apenas cuarenta años hasta la curia romana, y poco más tarde hasta el mismísimo Colegio Cardenalicio. A la muerte de Pío Nono fui elegido nuevo Papa, pero caí en la cuenta de que la castidad a que aquella dignidad me obligaba me alejaría para siempre del cálido lecho de Aurora, y yo había consagrado mi vida a volver hasta ella, que sin duda ya estaría un poco preocupada por mi tardanza.

De modo que renuncié solemnemente y corrí agarrándome las faldas de la sotana en busca del conductor, que me esperaba fumando a bordo de su recién adquirido ómnibus a vapor de fabricación francesa, provisto de chimenea delantera y carrocería y llantas de acero, todo lujo y comodidad hasta el menor detalle para los diez pasajeros que alcanzaba a albergar su cabina. Para qué negar que a las tres leguas de la partida se pincharon las cuatro ruedas y más tarde, atravesando ya los montes de León, dada la majestuosa altura del vehículo y la escasa pericia que el conductor aún acumulaba en el manejo de tan moderno carruaje, volcamos barranco abajo y hubo que echar mano de nuevo de los viejos motores de sangre (seis mulas alazanas y un buey trigueño), para arrastrarlo otra vez a la carretera. La caldera también procuraba otras inoportunas contrariedades: una tarde se condensó el vapor en los cilindros y hubo  que hacer  noche en lo alto de un pico para dejarla reposar, y con alguna frecuencia sufría fugas que hubieron de taponarse haciendo uso del abundante barro del camino e incluso de las propias ropas de los viajeros, de tal suerte que llegó un momento en que todos viajábamos en paños menores, felices sin embargo por el privilegio de marchar en tan flamante vehículo.

Me comía la impaciencia, casi olía ya la dulce fragancia de los senos pecosos de mi  Aurora cuando se presentó otro inconveniente: la media tonelada de carbón que el ómnibus cargaba para alimentar su maquinaria se reveló del todo insuficiente, de modo que no me quedó otro remedio que abrir una mina en aquellos montes de El Bierzo, previo estudio geológico y topográfico, para procurarnos el ansiado combustible. En apenas dos décadas la explotación dio sus frutos, pero cuando por fin corrí de nuevo hacia el coche de pasajeros cargado con el carbón requerido, resultó que ya no hacía falta porque el conductor había sustituido la caldera de vapor por un innovador motor de combustión a gasolina de manufactura alemana con doble pistón y veinticinco caballos que, allí encajados entre los engranajes y sin necesidad de fusta, tiraban con mucha más fuerza que las mulas y los bueyes. Me dejé caer agotado, para qué negarlo, en una de las confortables quince butacas con tapicería encarnada de que disponía el autobús (pues por exhortación del celoso conductor así había de llamarse ahora al vehículo), equipado además con luces eléctricas, bomba calefactora y ventanillas practicables dotadas de cortinillas.

Descorrí una de ellas por ver el paisaje que me acercaba por fin a los exuberantes prados, montañas y valles del cuerpo de mi amada y me topé cara a cara con el General Franco, avanzando a nuestra vera a la cabeza de un regimiento, exigiendo que detuviésemos el autobús y seguidamente confiscándolo para desplazamiento de tropas y material. Hubimos de esperar tres años sentados en una cuneta, fumando y jugando al julepe, hasta ver si bien el levantamiento o bien la contraofensiva tenían éxito y nos devolvían por fin el vehículo, que vimos pasar en varias ocasiones carretera arriba o abajo, unas veces usado por los nacionales y otras por milicianos republicanos, dependiendo del curso y los vaivenes de la guerra. Tras años de búsqueda, lo encontramos por fin bien oculto en un escarpado bosque, ocupado por una columna de maquis que no habían pagado billete, motivo por el cual el conductor los desalojó sin contemplaciones. Nos acomodamos pues los quince pasajeros, aliviados y deseando reemprender la marcha, cuando el diligente conductor cayó en la cuenta de que el autobús presentaba algunos desperfectos que lo impedían: le faltaba el chasis entero, el motor y las cuatro ruedas, además de algunas intolerables raspaduras en el cabezal de varios asientos.

Convinimos en que con una carrocería desnuda poco y mal íbamos a avanzar, con más razón a través de una carretera completamente asolada por las bombas de la aviación. Así que nos apresuramos a pedir repuestos a la autoridad competente, que mediante un correo certificado nos informó de que, a consecuencia de algunos aprietos políticos, se carecía de medios con los que dotarnos de suministros mecánicos y combustible. No me quedó otra, ya lo habrán adivinado, que encargarme personalmente de reunir los recambios necesarios para acometer las reparaciones. Mientras se reconstruía la carretera, el conductor se propuso rotular el vehículo con el nombre de la empresa en un lateral y el itinerario en el frontal, de modo que me dijo que marchara tranquilo que él tenía tarea. Viajé por toda Europa recabando todo lo necesario, y en última instancia crucé el Atlántico para buscar en los Estados Unidos de América el modelo exacto de aparato de radio que aquel escrupuloso y esmerado guardián de nuestro viaje me había encomendado. Lo encontré finalmente, equipado con su correspondiente antena, en un almacén de Oklahoma City. Pero cuando por fin me disponía a volver, fui requerido por la Agencia Central de Inteligencia, al corriente de mis movimientos e interesada en contar con mis servicios. Tras casi tres décadas trabajando para la Agencia, había reunido un capital suficiente con que presentarme ante a mi Aurora como hombre de provecho y buen partido, de modo que acababa la Guerra de Vietnam y liquidados un par de insurgentes centroamericanos, pedí la baja en el servicio y corrí hacia el sotobosque leonés en que me esperaba mi autobús.

Fue poner de nuevo el pie en la patria y llegarme una carta de la Junta Electoral Provincial, designándome vocal de una mesa para los primeros comicios de la España democrática. Efectuado concienzudamente el recuento de votos, me apresuré a alcanzar el vehículo para el que había pagado plaza y cuyo importe no pensaba desperdiciar, soñando despierto con los ojos de cielo, los dorados cabellos y los rollizos muslos de mi Aurora, que aún andaría ordeñando sus vacas en Cibuyo. Al pie de un rutilante autocar pullman de fabricación nacional -así era de rigor denominarlo a partir del momento- me esperaba el conductor, impecablemente uniformado y acompañado de una azafata que agradeció mis afanes y eficacia con la mejor de sus sonrisas, al tiempo que arrojaba discretamente a la papelera el aparato de radio americano y el resto de los repuestos con que yo había cargado durante mis largos años como agente de la CIA. Me acomodó en mi asiento reclinable, me ofreció algo de beber y encendió el televisor para regocijo de los cincuenta pasajeros que reanudamos el viaje.

A apenas unos kilómetros de enfilar la vertiente leonesa del puerto de Leitariegos, corría en el vídeo una película de Claudia Cardinale cuando mi ya querido conductor -hasta al hombre más paciente puede sucederle en estos tiempos que vuelan- sufrió un infarto de miocardio fulminante. Tras el sentido sepelio, al que asistieron sus más remotos dolientes, percibí cincuenta miradas concentradas en mí. Y aún más: todos los ojos del mundo y del tiempo, y por encima de ellos, el tierno anhelo de mi Aurora aguardándome.

Así me veo, hora tras hora, sentado al volante de este ingenio mecánico, procurando dominar los doscientos caballos de vapor, los pedales y la caja de cambios. Así persisto, día tras día, con un mapa en mi regazo, buscando el camino del puerto. Año tras año, hollando la carretera, seguro de hallar por fin la ruta correcta. Así permanezco, dando la bienvenida a los pasajeros de la clase Supra y más tarde a los de la clase Premium, al turbo, al ABS, SPA, ESP, ART y otros acrónimos que no sé qué demonios significan. Así persevero, decenio tras decenio, guiado por un sistema de navegación por satélite que de poco me sirve en la Alcarria o en la estepa siberiana porque pierde cobertura. Y a pesar de todos los pesares, firmemente convencido de que algún día, Dios mediante, hallaré de una vez la subida a Leitariegos. ¡Ay mi arriera! ¡No habrá trance que con nuestro amor pueda!

IMAGEN DE CABECERA: CARRUAJES ROMERO

Raquel

Que lleva meses dedicando su último pensamiento antes de dormir a la rubia de la trenza es algo que ya no dudan ni las chinches de su cama, tan propensas siempre a cuestionarlo todo, tan aficionadas a los acalorados debates y las disputas intelectuales. La sangre le sabe a dulce trenza, no me cabe duda alguna, dice la más veterana. Y prosigue mientras las más jóvenes escuchan atentas: si empieza a enamorarse o es un antojo pasajero es algo que ya no me compete. Las cucarachas de eso no saben ni tienen mayor interés, qué les importa a ellas a qué sabe la sangre del tipo que duerme mientras no se levante de la cama y les interrumpa la faena como por temporadas suele, lector impenitente, hombre de mal dormir y sueño agitado, hay noches que no apaga la luz hasta bien entrada la madrugada y muchas se levanta antes del amanecer para fumar sentado delante de su ordenador portátil; no hay quien haga vida tranquila en esta casa, suelen quejarse con razón. Hasta las lombrices de tierra del camino a la Laguna empiezan a sospechar algo cuando lo ven acercarse con su bicicleta. Tiene otro semblante, cuchichean entre ellas, se le ve con mejor color, se fija en el paisaje y pedalea con más ánimo; apártate que ahí viene.

Ahora que empieza la primavera, se detiene a veces camino del estanco a mirar los caracoles de los setos de la Calle de la Vega, y hasta coge alguno extraviado por el murete para devolverlo a los rosales tempranos. Ellos lo agradecen, por supuesto, y por señas intentan advertirle de que la rubia de la trenza ha pasado hace sólo un minuto también calle abajo, que si se da prisa la alcanza, pero él no parece entender y ellos se resignan a la comunicación imposible y a pesar de todo le desean suerte. La ve, la ve entrando a comprar tabaco y si acelera un poco el paso quizás la encuentre todavía dentro y pueda contemplarla discretamente un minuto, tal vez dos si hay gente y tienen que esperar. Siempre la misma trenza rematada en un pequeño y prudente lazo que a veces es rojo y otras azul y siempre, como mucho, la misma sonrisa de distraída amabilidad cuando se gira para marcharse y tropieza con sus ojos. Las chicas del estanco, como de costumbre, se despiden de ella llamándola por su nombre, hasta luego Raquel. Es lo único que sabe de ella, el nombre y que fuma rubio americano y envía cartas certificadas porque también a veces coinciden justo enfrente, en la oficina de Correos. Ah, y que tienta ocasionalmente a la suerte, también la vio una tarde en el despacho de loterías y quinielas, y alguna otra en la farmacia, pero casi siempre es en los paseos. Así la vio la primera vez, en uno de los trayectos de tarde en bici, sentada en un banco al pie del Castillo, fumando y leyendo, siempre anda sola como él y siempre con un libro debajo del brazo que nunca es el mismo, lee rápido o abandona pronto si no le gustan las primeras páginas, eso discurre ahora mientras se duerme ajeno a las discusiones y las faenas de chinches y cucarachas.

A veces va en bicicleta y otras a pie, como ella. La última vez que lo vio fue en Correos, la misma barba descuidada, la misma melena desaliñada y diría que hasta la misma camisa, en todo caso también oscura como todas, jamás viste ropa clara ni le falta la mochila verde de la que a veces asoma el periódico y siempre un libro y sabe Dios cuántas cosas más lleva ahí dentro, lo ha visto durante los paseos sacar de ella pañuelos de papel, chicles a medio envolver y libretas descosidas, muchas veces incluso detiene la bici o el paso para buscar un bolígrafo que tarda en encontrar y anotar algo en ellas. Qué será lo que escribe, de qué se acuerda o qué le llama tanto la atención para sentir esa necesidad de dejarlo registrado. La primera vez que lo vio fue así, de pie en la parada del autobús de Madrid, escribiendo deprisa y excitado en una de esas libretas como si temiera que la idea o el recuerdo se le agotaran antes de anudarlos, ni siquiera la miró a pesar de que ese día se colocó discretamente la trenza sobre el hombro derecho; sus dos gatos lo saben de sobra y lo hablan a menudo entre ellos: trenza suelta es día de rutina, sobre el hombro izquierdo apatía o mal ánimo y sobre el derecho buen humor y ganas de ver y ser vista. También lo hizo la segunda vez que coincidió con él, al pie del Castillo, mientras leía sentada en el banco y él pasó pedaleando despacio, se acarició la trenza sobre el hombro derecho aparentando recogimiento en la lectura pero no tuvo efecto, él pareció dudar un momento si detenerse a descansar pero finalmente se alejó indiferente a su trenza y a su entera presencia y así siguió toda la primavera y el verano y parte del otoño, devolviéndole apenas una indolente sonrisa cuando se cruzan en las calles o en el estanco, en la farmacia o en el despacho de loterías. Casi todas las noches, después de deshacerse la trenza, deja que los gatos se acuesten con ella y se abandona al sueño ajena a sus ronroneos cruzados, qué le habrá visto al de la barba, se dicen uno al otro sin atreverse a reconocer que ambos están un poco celosos pero también resentidos por no haber vivido las honorables épocas de sus ancestros, cuando los hombres y las mujeres los adoraban como dioses y eran ellos quienes dormían a los pies de los gatos.

Acabando octubre lo encontró de nuevo en Correos, la perpetua mochila al hombro y las inquietas manos alzando un enorme y abultado sobre ante los ojos del funcionario, que insistía en que aquello más que un sobre era un paquete y que además para enviarlo certificado debía consignar obligatoriamente un remitente. Fue la primera vez que ella escuchó su voz.

-No puede llevar remitente, es para un concurso y las bases lo prohíben expresamente.

Acabáramos, se dijeron más tarde sus gatos, así que es escritor, uno de esos aficionados que prueban suerte enviando sus insensatos relatos a concursos de pueblo. Las cucarachas malgastaron la noche anterior mano sobre mano, visiblemente indignadas porque el barbudo no había pegado ojo en toda la madrugada, la pasó entera delante del ordenador fumando un cigarrillo tras otro mientras remataba aquello que fuese que estaba escribiendo; malditos poetas que ni ganarse la vida honradamente dejan a una, apaga por lo menos la luz de una vez, cretino, que acaba la temporada y hay que llenar la despensa. Bien saben las chinches que no es poesía ni ficción lo que corre por su sangre sino descarnada realidad, anales y archivos, estudio e investigación académica. Las ha dejado en la cama debatiendo si realmente fueron catorce o quince los T-26 que penetraron en el pueblo una mañana como esta de hace tantos años, 29 de octubre de 1936, niebla espesa envolviendo la ermita como hoy, los caracoles ya no habitan los setos, las lombrices se han retirado a sus cuarteles subterráneos y la rubia se acaricia la trenza inconscientemente mientras le observa discutir con el funcionario. Decididamente le gusta su voz, se recrea en su tono tan abstraída que ni siquiera percibe que la tierra tiembla como un animal herido, aplastado por las orugas de los tanques que avanzan calle abajo disparando sus cañones sobre los carros de mulas, sobre los hombres y las mujeres, sobre perros y gatos y cualquier otra cosa, viva o no, que encuentran a su paso.

-Mira, Miguel, vamos a hacer una cosa, ponemos el nombre del concurso como remite y ya está, con eso el sistema me deja certificar.

Miguel. A Raquel tampoco le desagrada el nombre, ni sus manos nerviosas pero delicadas ni su barba espesa. Resuelto el problema, Miguel se da por satisfecho, aparta los codos del mostrador y mientras el funcionario trabaja, mira aliviado y distraído a su alrededor y encuentra a su espalda el lazo que hoy es azul y ella acaricia leve e inadvertidamente con sus dedos finos mientras le dedica una de sus sonrisas tibias. Está excitado por la espera y la discusión y su figura dulce le calma, la encuentra más reconfortante que nunca allí sentada, esperando su turno con un libro abierto sobre el regazo, concentrada en la lectura, enteramente ajena a él y al mundo.

-Dime el nombre del concurso.

Raquel mantiene los ojos sobre el libro, una antología barata y mal traducida de cuentos de Chéjov; finge leer pero en realidad aguza el oído esperando su respuesta que no llega, el funcionario tiene que repetirle la pregunta y lo hace casi destempladamente, impaciente, que me digas el nombre del concurso, chico, que tengo que meterlo en el sistema y hay gente esperando. Raquel finge leer pero su memoria toma inevitablemente el camino de aquellas líneas manuscritas que él escribe apoyado en cualquier lugar sobre libretas desbaratadas. Y siguiendo ese mismo camino, su imaginación, intrépida, decide que ese voluminoso sobre contiene una novela romántica acerca de un escritor bohemio secretamente enamorado de una rubia desconocida y solitaria con la que se cruza a menudo en sus paseos al atardecer, sin atreverse jamás a hablarle ni confesarle sus sentimientos. Tanto y tan intensamente imagina el nudo y el desenlace de esa novela que ni siquiera escucha lo que hasta sus dos gatos habrán escuchado desde casa, el nombre del concurso al que presenta su trabajo de meses, “IV Premio de Investigación Histórica” seguido del ilustre apelativo de una institución que los gatos no conocen pero las cucarachas sí. Tanto y con tanta vehemencia imagina el discurrir de esa improbable novela -él ni siquiera la mira cuando se cruzan, seguro que ni habrá reparado en su existencia- que no percibe lo que incluso las lombrices padecen en sus refugios, los formidables cañonazos de los T-26 reventando las calles y los corrales y la carne y el alma; han avanzado desde el hipermercado hasta la pizzería y la tienda de informática sin que los blindados italianos ni el incesante fuego de la infantería legionaria ni las ametralladoras montadas en vehículos ligeros hayan conseguido detener la columna de tanques rusos, que ya están a la altura del letrero electrónico de la farmacia y el bazar chino donde Raquel hace apenas un rato ha comprado lazos nuevos para la trenza y un suplemento nutricional para los gatos.

En las últimas páginas de ese relato improvisado, tras haber pasado ambos por las mil batallas, miserias y tristezas a las que tan a menudo condenan la vida y las novelas, sin haber sabido nada uno del otro hasta esos días en que empiezan a cruzarse en las calles y los comercios del pueblo, una tarde se encuentran al pie del Castillo y él detiene su bicicleta para sentarse a su lado, hablarle y tal vez ofrecerle un chicle o un cigarrillo. Él le contaría que es soltero y escritor y ella que, tras separarse y quedarse en paro, decidió mudarse con sus dos gatos desde Madrid porque encontró trabajo en una oficina y además necesitaba alejarse de la ciudad y de la congoja; que apenas lleva un año viviendo en el pueblo y casi no conoce a nadie pero aprecia la vida pacífica que jamás había tenido y se está acostumbrando a la soledad y hasta al aburrimiento, tanto que ya casi le parece libertad aunque tantas noches eche de menos otro calor que el de los dos gatos pero, supone, le dice cuando él la toma por primera vez de la mano, que es el precio a pagar por evitar los sobresaltos, las amarguras y las decepciones, o al menos esa es su experiencia. Y después quizás se quedaría callada pensando que ha hablado de más como tantas veces le sucede, pero él la besa y deja también abierto sobre el banco de madera su corazón de novela, habla de sus propios anhelos y fracasos, de sus vacíos, zozobras y secretos y tal vez algún accidente o enfermedad o adicción; no, eso no, nada de grandes desgracias, debe ser una novela de tormentos tenues, de inquietudes comunes y cotidianas de esas que todo el mundo confiesa sin mayor recelo en un momento de intimidad mientras el sol se pone al pie de un castillo, sin temor a espantar al otro ni resultar patético en exceso ni necesidad de justificarse ni dar grandes explicaciones ni rodeos de los que provocan vergüenzas y desaliento sólo recordar, no digamos contar por muy pequeñas que sean las distancias con quien nos oye. Y al final, en las penúltimas líneas de esa novela, la protagonista le perdería el miedo a las bicicletas y a andar sola por los caminos que alejan del pueblo aunque sea a pleno día, olvidaría su pánico a los perros y a los bichos y a los extraños con los que pudiera cruzarse en lugares tan apartados y jamás volvería a sentir apuro ni desconsuelo por que los demás la vean siempre sin compañía y murmuren sobre ella.

Acabado y entregado por fin al correo su trabajo de ocho meses, Miguel se dispone a cumplir lo estipulado consigo mismo apenas unas semanas antes: regalarse una comida en el Asador si ese último día el dinero de la beca ha cundido lo suficiente para pagar el alquiler del dormitorio que le ha servido de vivienda durante ese tiempo y saldar el resto de las cuentas antes de abandonar definitivamente el pueblo y regresar a su casa de Madrid en el primer autobús de la mañana siguiente. Disfrutó del cordero asado inevitablemente acompañado del capitán Paul Arman y el brigada Enrique Camps, del general Líster y el coronel Monasterio y aun de las Fuerzas Nacionales y el Ejército Popular al completo, todos ellos musitándole al unísono que estaba en lo cierto, que la Batalla de Seseña tuvo el desarrollo y el significado exacto que él había plasmado en más de doscientos folios a doble espacio; y todas esas voces le confirman que sí, que efectivamente fue Camps, en una acción militar coordinada, quien detuvo el avance de uno de los T-26 de Arman desde un tejado de la plaza, usando botellas incendiarias elaboradas con la gasolina de los vehículos atascados en las estrechas calles, y que por tanto ningún atadijo de petardos ni botijo en llamas voló desde la taberna contra las cadenas de ese tanque como algún historiador amante de la épica se había atrevido a aventurar. Ha pasado ocho meses investigando sobre el terreno, recopilando pruebas, confía en zanjar por fin ese debate de décadas entre historiadores y estudiosos de la batalla y confía sobre todo en los treinta mil euros del premio que le permitan trabajar al menos otro año sin demasiados aprietos ni tantos picores al levantarse de la cama, de qué serán esas ronchas de la espalda y el pecho, quizás a sus treinta y pocos le había atrapado algún tipo de alergia. A los postres, cómo no, la rubia desalojó sin mayor esfuerzo a las tropas de uno y otro bando y se sentó a su mesa acariciándose la trenza, distraída en la lectura sin ni siquiera mirarle ni por supuesto dirigirle la palabra, las piernas tan graciosamente cruzadas y el libro de Chéjov sobre ellas, tan deliciosamente aislada en la lectura como la vio minutos antes en Correos. No volverá a verla y ese pensamiento salpicó de melancolía el último trozo de tiramisú, ni siquiera se lo comió. Nunca sabrá ella cuánto le entonó el espíritu su anónima y benéfica presencia, hasta qué punto le mantuvo el ánimo vivo su dulce figura y la delicadeza de sus gestos y su voz, qué poco la había escuchado, apenas cuando la encontraba después de comprar tabaco despidiéndose de las chicas del estanco que tanto parecían apreciarla, una mujer así debe por fuerza tener encantado a todo el pueblo.

A la misma hora en que Miguel sale del restaurante, Raquel vuelve andando a la oficina por la Calle de la Vega, después de comer en casa y dejar la merienda preparada para sus gatos. Camina ensimismada sorteando los tanques rusos y la caballería de los Regulares, los fusiles y la artillería, los incendios, las explosiones, los camiones militares empotrados contra las paredes y los vecinos que corren a refugiarse tras ellos. Lo ve, lo ve en la puerta del asador, fumando un cigarrillo, la eterna mochila a  un hombro, rascándose discretamente el pecho. Le sonríe levemente al pasar a su lado y cuando ya le ha rebasado le sorprende su inesperada y hermosa voz.

-Oye, disculpa. Quería despedirme. No me conoces. Mañana me marcho y quería decirte adiós. Solo era eso.

No, nada de grandes tragedias sino todo lo contrario, lo que él metió en ese sobre y presentó a un concurso es sin duda un relato de pasiones tenues, de amores comunes e intimidad cotidiana, de tardes apaciblemente compartidas mientras el sol se pone al pie de un antiguo castillo, sin euforias ni arrebatos ni sustos ni mayores sorpresas. Y al final, en las últimas líneas de esa novela, el capitán Arman detiene el T-26 a la altura en que ellos conversan y abre la escotilla visiblemente indignado por la inesperada interrupción de la pareja, a quienes grita sin que ellos escuchen -así no hay quien combata, murmura negando con la cabeza, resignado a la comunicación imposible- mientras el brigada Camps se impacienta sobre el tejado con su recién inventado cóctel molotov en la mano alzada esperando para arrojarlo al tanque, cavilando sin duda que la trenza de la desconocida e inalcanzable rubia es exactamente la invencible mecha incendiaria que estaba buscando.

FOTO DE CABECERA: TOLEDO GCE

Almudena

Echo de menos mi cabeza. La perdí en el peor momento, cuando la boina de padre ya me encajaba sin necesidad de remiendo ni alfileres y madre me dejaba peinarme solo, y así yo ya no padecía esos fatigosos minutos en los que tanto se quejaba entre burlas de mis rizos y tantas carantoñas me hacía mientras me mojaba el pelo y me pasaba la peinilla; no es que no me gustasen pero eran demasiadas, mujer más besucona no he conocido. No es que me diera tiempo a conocer muchas, mis dos hermanas mellizas y la vecina Remedios y mi abuela, aunque a ella solo la recuerdo muerta, pero pinta de zalamera como su hija tenía, eso me pareció, un poco flacucha y pálida pero con cara de buena salud. No sé de qué se murió, sería de vieja, lo único que me dijeron es que el Señor la había llamado a su lado. Me la imaginé durante mucho tiempo sentada en una nube de buen tiempo con el mismo vestido que llevaba en la caja pero despierta y charlatana, hablando con el Señor de lo que nosotros hacíamos abajo, que no era mucho y todos los días más o menos lo mismo.

Ni a fijarme bien en las tres niñas de mi edad que había en el pueblo me dio tiempo, mucho menos a saber si también daban besos y tenían otra gracia que los de mi madre. Que que me figuro que sí, porque ahora yo también las veo desde arriba ya mucho más mayores y sus novios, el Joaquín y mi hermano, parecen muy conformes después de estar con ellas en el río o donde el alambre. La Almudena no tiene novio, no sé yo muy bien por qué, era la más guapa y garbosa, eso decía todo el mundo; a mí me parecía tan sosa y asustadiza como las otras dos. A ninguna podías enseñarle un ratón ni vivo ni muerto sin escuchar gritos, y mucho menos convencerlas de saltar las vías cuando venía el tren o tirarse desde la encina; solo la Rosita, que era orgullosa y presumida, se atrevió una vez hacerlo y se quebró un hueso y qué llantos. Nos castigaron una semana porque dijo que la habíamos obligado, menuda embustera. Pero no le guardo rencor, cómo podría si ya es de la familia. Mi hermano se lo dijo una noche a madre, que se casaba y que iba a construir un piso más en la casa para vivir los dos y los niños que vinieran allí con ella, y no dejarla tan sola. Las mellizas ya se habían ido del pueblo casadas con forasteros, con quién si no, allá no quedaba otro hombre disponible que el Joaquín y era más joven que ellas y a ninguna de las dos le gustaba, y además ya estaba de medio novio con la Begoña.

También me llamó a su lado el Señor, bien pronto y de qué manera, no imaginaba yo que llamaba con tanto escándalo, a mi abuela se la veía en la caja tan entera y plácida. Nueve años tenía, no iba a la escuela porque no había en la aldea pero madre, como a los otros tres y luego a la Rosita ya casada con mi hermano, me enseñó a leer y escribir, y así puedo ahora rellenar estas cuartillas que no sé cómo voy a haceros llegar. Ya buscaré el modo, hay maneras de mandar un mensaje si uno halla la oportunidad y la aprovecha, eso tengo visto por otros que por aquí también andan. Yo ensayé con madre, para decirle que estaba bien y que no llorase tanto, pero no acerté porque mira que tuvo años el luto y las lágrimas, muchísimas más que cuando se fue padre. A él no se lo llevó el Señor sino una fresca. No puedo deciros el nombre porque así se la mentó siempre en casa, fresca o mujerzuela cuando madre estaba muy rabiosa, que no era muchas veces; yo creo que tampoco le quería tanto, lo normal en cualquier marido y mujer. Pero la dejó sola con cuatro hijos, eso al más templado le provoca arrebatos y berrinches, yo la comprendo. La verdad es que no le duró mucho esa furia, solo en los primeros meses, me peinaba sin muchas ganas y no me daba besos y entonces yo sí los echaba de menos, como ahora a mi cabeza.

Nueve años sigo teniendo, yo creo que ya para siempre, pero a ciencia cierta no sé deciros porque nunca he entendido bien cómo funcionan las cosas por aquí, y de seguro será por no haber ido a la escuela; a los otros los veo mucho más espabilados y capaces, se meten en los pensamientos de sus deudos y mueven muebles y hasta desatan tormentas, eso lo he visto yo, no sé con qué porque los ojos los tenía en la cabeza y me la quitaron, pero veo y pienso y siento y a veces sueño. Yo no he sido capaz todavía, ni de meterme en las cavilaciones y tristezas de madre ni de mover siquiera un alfiler de su costurero, igual es por falta de experiencia. Y ahora me veo en el aprieto de no saber si contar lo que me pasó, quién me cortó la cabeza y se la llevó y dejó el resto de mi cuerpo allí tirado en el majuelo empapadito de sangre. De esa forma tan mala me encontraron los guardias después de toda una noche buscándome. Solo a mi hermano le dejaron verme en el cuartelillo, pobre, menudo espectáculo, nunca ha tenido mucho espíritu, y yo creo que por eso la Rosita lo tiene tan enamorado; por muy mayor que se haya hecho y tanto le haya crecido todo, no entiendo yo cómo una niña puede sorberte así el seso, será por los besos; ahora me da un poco de pena no haberlos catado.

No mientras tuve cabeza, porque después sí me han dado muchos. Uno cada noche en el papel del único retrato que me hicieron, en la puerta de mi casa con las mellizas y madre, mi hermano también pero como si no estuviera porque ni siquiera se tenía en pie de pequeño que era, lo sujetaba madre en sus brazos. Digo yo que es a mí a quien la Almudena le da los besos antes de acostarse y echar ya en la cama esas lágrimas gordas que le ruedan por las mejillas como siamesas. No creo que sea por el resto de mi familia, por qué iba a llorar por ellos si nadie les cortó la cabeza por maldad o locura o vicio. Eso le dijeron los guardias y los médicos a madre, que por algo de eso tenía que ser, no se le corta la cabeza a un niño si uno no tiene el corazón muy negro o muy descabalado. Menuda escandalera se armó, salió el pueblo en la radio y los periódicos, y hasta padre se presentó en mi velatorio. Pero madre tanto disgusto por mí tenía y tan desanimada estaba que ni ganas de sacarle los ojos le quedaron. Y mira que dijo veces años antes, cuando le daban aquellos arrebatos, que hasta el alma le arrancaba si volvía a verlo alguna vez. Lo único que le arrancó fue un botón de la camisa del abrazo tan fuerte que se dieron; hay que ver cómo lloraban los dos y qué consumido estaba padre por la pena y el reconcomio cuando echó aquel montoncito de tierra encima de mi caja, que era de madera buena, la había pagado el alcalde.

No fue el primer día ni el segundo ni el tercero después de mi entierro, pasaron meses hasta que madre le consintió volver a poner el pie en la casa, de rodillas lo vi postrarse y anda que no renegó de la fresca. “Ay qué mala cabeza, yo no sé qué me dio”, cosas de ese estilo decía todo el rato día tras día hasta que a madre se le ablandó el corazón; tampoco hace falta mucho, ella lo tiene así por su propia naturaleza, benigno y clemente. Eso le dijo la Remedios, “demasiado buena eres, niña, no te merece”; pero es verdad que también iba teniendo ya una edad y no quería estar sola, en eso también la comprendo. A mi hermano le está costando mucho más perdonar a padre, todavía no le dirige la palabra. A la mujerzuela ni se la mienta en la casa, como si nunca hubiera existido. Pero vaya que si existe, yo la miro desde aquí arriba envejecer sola y triste, ya no está tan joven y lozana como cuando la vi una vez en vida, entonces apenas fueron unos segundos pero la reconozco, es la misma mujer, rubia y con ese gesto tan dulce y los ojos tan azules, como para olvidar su cara. Padre pasó apenas un año con ella, luego riñeron porque él no se olvidaba de su mujer y sus hijos y estaba tan arrepentido que no pasó un día sin la tentación de volver a casa. Varias veces hizo la maleta pero con qué cara se iba a presentar, eso le cuenta a madre y yo le creo, lo dice con muchísimo sentimiento, dándole unos abrazos que me la va a romper. Así que dejó a la rubia lozana y pasó varios años solo muy lejos, en no sé qué ciudad de la costa, trabajando de albañil y mecánico y rumiando como las vacas la culpa que tanto cuesta mascar, así se lo dice a madre, mirándola con unos ojos que hasta lástima da, parece un ternero.

Y luego padre vio mi retrato en el periódico, ese que ahora tiene la Almudena. Madre se lo regaló por eso, porque tiene el corazón como una esponja, y en mi velorio la Almudena no dejaba de llorar como si ella fuese una doliente más y a madre le dio muchísima pena. Nueve años tenía como yo, tan niña y tan triste que ni comía ni dormía, eso le contó su familia a madre. Y un día se presentó en su casa para darle un montón de besos y regalarle el retrato. Y mucho no la alivió, porque todavía lloraba más cuando se metía en la cama con él bien apretado contra su pecho; pero es verdad que ya empezó a dormir y a comer y con los años se puso guapa, tanto que he perdido la cuenta de los pretendientes que ha rechazado. Nunca ha dejado el pueblo, yo pienso que por cuidar de sus padres pero que así también aprovecha para una cosa a la que le tiene mucha afición, tejer coronas de abrótano y arreglar ramos de lirios que va cogiendo por el monte y llevarlos por lo menos un día a la semana al cementerio. Los besa como al retrato y los deja encima de mi tumba mientras las dos siamesas se le escapan otra vez de los ojos, qué dos lágrimas más lucidas y recias le salen; la verdad es que tiene los ojos bonitos, a lo mejor hice mal no fijándome en ella cuando yo todavía tenía labios y podía haberle dado un beso, seguro que se hubiera dejado. Yo creo que hasta hoy, con veinticinco años, se dejaría si me hubieran dado la oportunidad de ponerme tan alto y bien formado como ella está ahora. Me alegro de que tampoco me viera sin la cabeza, debía dar mucha impresión. De haberme visto así, seguro que no me llevaría lirios.

A veces pienso si no será por ella, por sus dos siamesas, por lo que es ahora, después de tantos años de silencio, cuando siento este aguijón de contar lo que de verdad me pasó y quién me cortó la cabeza. Puede que haya tenido que ver el hecho cierto de no saber cómo hacerlo, de no ser capaz todavía de meterme en los pensamientos de nadie ni de mover cosas ni señalar gente ni lugares con rayos. Pero la verdad es que, aun habiendo podido o sabido, me parecía más cabal no decir una palabra, ni al Joaquín que era mi amigo ni a mis hermanos ni mucho menos a madre ni a padre; sabe Dios lo que hubieran hecho, separarse otra vez por lo menos, eso seguro. Y la verdad es que yo los veo muy bien juntos, hacen buena pareja; él sale al campo y ella ordeña haciéndole carantoñas y chistes a las vacas. No pasan un día sin pisar el cementerio, todas las tardes después de las labores me hacen una visita, y alguna se tropiezan con la Almudena dejando el abrótano y los lirios y se abrazan los tres, unas veces suspiran pero otras sonríen con pena pero bueno, ya sonríen por lo menos, pobrecillos, que todos pasaron muchos años con el gesto muy serio.

Yo quisiera que a la Almudena se le abriese cada vez más la sonrisa y consintiese por fin a un hombre con buena cabeza. Me daría muchísima lástima verla envejecer sola como a la fresca que se llevó a padre, la de los ojos azules y el gesto tan dulce. Ella sí que sonreía. Me despertó acariciándome la cara, cuando yo estaba echando mi buena siesta mientras pastoreaba a las dos vacas como tenía encomendado por madre. Eso era fácil porque son muy dóciles, hasta un chiquillo como yo podía hacerlo, subir con ellas al prado y dejarlas a su aire. Muchos días me acompañaba el Joaquín pero ese estaba castigado, alguna trastada habría hecho, no tuve tiempo de que me contara cuál ni cuántos cintazos se había llevado. Me despertó y apenas pude verla unos segundos; de dónde sacaría esa hacha tan grande y cómo podía una mujer tan rubia y tan dulce tener tanta fuerza y tantísima rabia. Yo la comprendo, debe ser muy triste hacerse ilusiones y que luego te dejen como si tal cosa. Uno nunca sabe qué puede salirle del corazón en un arrebato, con más razón si en vez de blanco y suave como madre lo tienes muy descabalado o muy negro. Pero sí me gustaría preguntarle dónde enterró o escondió mi cabeza, porque la echo mucho de menos, podría volver a ponerme la boina de padre, y a lo mejor también acariciar los pensamientos de la Almudena o de madre y decirles que ya no hace falta que vayan tanto al cementerio ni que me den tantos besos, que yo estoy bien y aprendiendo.

IMAGEN DE CABECERA: Fotograma de The lovely bones, Peter Jackson, 2009.

Candelaria

Para María José García Sánchez, víctima de ETA

Para Ana Franco Salguero, desaparecida

El 2 de febrero de 1954, día de la Candelaria, mi madre perdió para siempre a su única hija.

A las cinco de la tarde comenzó la ceremonia en San Nicolás de Bari. “Bendice a nuestros hijos y concede que crezcan sanos, no permitas que el mal anide en sus corazones”. Terminadas las preces, la acercó hasta el altar de la mano y una vela encendida en la otra, luz que alumbra las naciones. El Padre Cristóbal tomó a la niña en brazos y la alzó hasta la Virgen: “Madre, es tuyo, protégelo”.

A las seis, Isabel las esperaba en la puerta de la iglesia. Era prima lejana de la familia, sus padres habían emigrado a Vizcaya mucho antes de la guerra y a los veinticinco años, viuda y huérfana temprana, regresó a una ciudad que no conocía, reclamada para entrar a trabajar en la casa de la calle Moratín cuidando de la cría. Tenía exactamente la misma edad que su señora y bien pronto congenió con ella, Aurora fue siempre de fácil trato y carácter afable, risueño y gentil como el azahar y el jazmín de las plazas y las calles. También con la ciudad que era suya solo por sangre Isabel se avino desde el principio. Habían bajado a paso tranquilo las tres por la calle Albareda y la Cuesta del Rosario, un paseo largo que Aurora pagaba a gusto cada domingo. A ella también la bendijo la Candelaria en San Nicolás antes de cumplir el año y creció con esa devoción más bien ligera y festiva, nada era grave ni demasiado sobrio en su genio ni en sus querencias o costumbres, apenas las formalidades de ser hija y esposa de militares y más que eso la prudencia obligada de su condición, qué remedio, hija, la esclavitud del linaje, le decía a Isabel entre risas a solas en las habitaciones o los frescos patios. En la intimidad de aquellas estancias, Aurora dispensaba a Isabel de llamarla “señora” y la animaba a tutearla, me llevas dos meses y además somos familia, niña, déjate de señoríos. Pero jamás lo hizo, qué hubieran pensado sus padres. Hoy, bien entrado el nuevo siglo, en los ochenta años de las dos, sigue tratándola de usted y de señora.

La niña había hecho buena parte del camino hasta la iglesia también caminando, a sus nueve meses y catorce días era capaz de dar muchos pasos seguidos agarrada a las manos de su madre y su nana, que en la Cuesta se alternaban cargándola en brazos y comiéndole los carrillos a besos, rosa de mis entrañas, reina de los ángeles, cuánto te quiero. Era cosa común para quien conocía a ambas pensar y decir que la cría había heredado de su madre no solo el nombre y la belleza sino también el garbo, el don de gentes, la agudeza y la curiosidad precoces. De haber sido macho llegaría lejos, quién sabe si a obispo o a general, o a ingeniero. Quizás cirujano, añadía siempre Isabel.

-Mire el cielo, señora.

Mirando a las alturas y olfateando el aire, así la encontró Aurora cuando por fin se abrió paso entre la algarabía de madres y niños que abandonaban la iglesia para congregarse en la puerta intercambiando saludos, carantoñas y cuchicheos antes de coger cada una su camino, todas a casa o a tomar la merienda en alguna cafetería. En el rato de la misa se había levantado un aire extravagante y ajeno que no invitaba a alargar la cháchara. Aurora tardó aún un poco más en llegar hasta Isabel porque Aurora niña se encaprichó en acercarse andando a su nana por su propio pie, no aceptó siquiera la mano de su madre, que la seguía riendo con los brazos extendidos por si la excursión terminaba en tambaleo y tropiezo, no fuera a mancharse el abrigo rosa porque por lo demás era dura, nunca lloraba ni aunque cayera de cara o se hiciera cardenal, ya tenía uno en la barbilla de días atrás.

-Cielo color panza de burra, nieve segura.

-Anda ya, Isabel. Ni mi abuela que la Gloria guarde habrá visto nevar en Sevilla.

-Mire esa nube parda, hinchada como una pústula. Está rabiosa por romper y aliviarse. En el norte las tengo muy vistas.

No la creyó pero aún así elevó también los ojos, más fascinada por el entendimiento o la intuición de la muchacha acerca de aquella insólita nube, en verdad lo era, que por la posibilidad de ver la predicción cumplida. El aire traía además un olor intruso a témpano y un tacto de vidrio gris que raspaba la piel. Sintió un escalofrío y buscó la mano de su hija para abrocharle el abrigo.

-Va a nevar. Pronto y fuerte. Lo que yo le diga.

No la encontró, ni en el intento primero y todavía distraído ni después, cuando bajó los ojos y no vio ni su mano ni su abrigo ni sus rizos, ni a su vera ni un paso ni dos más allá, en ninguna dirección de la placita. Isabel se alarmó antes que ella misma, cuando la escuchó nombrarla todavía en voz baja; sus cortos y vacilantes pasos no le habrían llegado para alcanzar las esquinas ni la puerta de la iglesia, estaría detrás de alguna de las madres todavía rezagadas o jugando con algún chiquillo, oculta en aquel laberinto de espaldas sin querer o por diversión, no sería la primera vez que salía de algún escondite fugaz y cercano riendo y agitando los brazos. Aurora buscaba con la mirada, todavía confiada, sin apenas moverse del sitio, pero antes de tener tiempo siquiera de angustiarse vio cómo Isabel apartaba sin demasiados miramientos a cada uno de los críos y las mujeres, casi a empellones, alguno se echó a llorar y las madres miraron también a su alrededor hasta que todas abandonaron la charla y la llamaron en voz alta acercándose a los rincones y las bocacalles. Mientras, Aurora entraba otra vez en la iglesia vacía y recorría las cinco naves diciendo su nombre, convencida aún de tener ocasión de darle en el culo hasta hacerle llorar tras hallarla escondida por guasa y capricho detrás de una de las dieciocho columnas de jaspe rojo, o en alguna de las capillas, tal vez los interminables altares y pies de retablos que ahora se le hacían fastidioso enredo y le fatigaban el aliento. Ni Don Cristóbal ni sus monaguillos la habían visto entrar pero también ayudaron a buscar y miraron hasta en la sacristía. No supo cuánto tiempo estuvo allí dentro, tres, cinco o diez minutos antes de salir otra vez todavía crédula, fiada a que ya estaría en la plazuela en brazos de Isabel. Lo que sí recuerda aún hoy es que antes de salir se persignó más supersticiosa que devota ante el altar de la Candelaria y que su última mirada, estremecida, fue para la hornacina que albergaba La Piedad. También que cuando salió encontró a Isabel en el centro de la plaza, negando con la cabeza, los ojos quebrados y las manos desnudas sobre el pecho bajo los primeros copos de nieve. Nevaba en Sevilla el día en que yo me perdí.

Cada 2 de febrero, día de la Candelaria, celebro mi cumpleaños y mi onomástica. Mi madre siempre tomó por recompensa del cielo haberme dado a luz el día de la virgen de la que era tan fiel y severa devota ya en el campo, de donde había llegado con su marido a finales de la década de los cuarenta para buscar en la capital trabajo y vivienda estables que les ofrecieran más porvenir que los cortijos y los jornales. En Triana continuó su devoción por la Candelaria en la iglesia de San Jacinto. Allí se desplazaba cada mañana de misa desde la casita del Barrio León en la que gastaron los ahorros de una vida. Aún estaban amueblando los dormitorios cuando mi padre consiguió trabajo en la construcción del tapón de Chapina para domar el río, sólo unos años antes anegó calles en las dos orillas y se tragó a vecinos que luego aparecieron flotando aguas abajo.

Mi madre me alumbró el 2 de febrero de 1953 en mi casa de la calle Regla Sanz, asistida por Dionisia, una partera titulada de la calle López de Gomara. Hasta cumplir los ocho años, nunca salí de esa casa, ni siquiera para ir al colegio o acompañar a mi madre en sus visitas a San Jacinto. El día de la gran nevada del 54 se había perdido en el centro, en la iglesia de San Nicolás de Bari, una niña con la misma edad que yo tenía entonces, apenas un año de vida. Se supo hasta en el Barrio León porque todo lo que quedó de ese año y aún los dos o tres siguientes la buscó la Guardia Civil por toda Sevilla y la provincia y más allá, y aquello dejó a mi madre desde ese mismo día una aprensión tan grande que sólo me permitía salir al patio y casi ni asomarme a la ventana para que no me pasara lo mismo; si se llevaban a las hijas de las familias ricas, qué no harían con las de gentes que habían llegado del campo. No tuve más hermanos ni muchos juguetes porque el sueldo de mi padre en el tapón y luego en la dársena y el puerto no daba para más que pagar la casa y los avíos, pero mi madre siempre estaba conmigo, me hacía chistes, me cosía muñecas y armaba juegos y columpios con tablas y cuerdas. Me enseñó a leer y a contar y además yo sabía entretenerme sola porque desde la cuna tuve curiosidad e ingenio, por muy pequeñas que fueran la casita y el patio les saqué partido y crecí tranquila y con buen carácter. Yo fui feliz en Triana.

La primera vez que salí de mi casa fue muy poco después de cumplir los ocho años, un Domingo de Resurrección. Mis padres me llevaron en autobús a Gilena, el pueblo de la Sierra Norte en que los dos habían crecido, para asistir a la procesión de la Hermandad de la Sagrada Resurrección, Niño Jesús Perdido en el Templo y Nuestra Señora de la Candelaria, así se llamaba con justicia porque tenía dos pasos, uno con la imagen del Niño Dios, que salía primero hasta esconderse en la plaza del Ayuntamiento, y más tarde el que llevaba a la Virgen, que iba en su búsqueda recorriendo las calles del pueblo hasta que por fin ambos se encontraban ante la alegría de todos los vecinos, que al paso de las dos procesiones tiraban caramelos y polvorones desde las ventanas. Me acuerdo de haberme echado muchos de limón al bolsillo, y de las lágrimas de mi madre, y de la fuerza con que me apretaba la mano cuando la Candelaria encontraba por fin a su Niño Perdido. Luego me comía los carrillos a besos, rosa y ángel de mi vida, cuánto te quiero. Desde entonces volvimos todos los Domingos de Resurrección a Gilena para ver esa misma procesión y ella siempre lloraba y me apretaba la mano con la misma fuerza. Cuánto me quiere aún, a sus ochenta años.

Me nacieron los pechos encerrada en aquella casita del Barrio León y cuando tuve mi primera regla, alta ya y con el cuerpo tan cambiado, a mi madre se le pasaron un poco aquellos temores que tan celosamente guardaba por los desalmados que se llevaban niñas chicas de las calles. Me cosió tres vestidos para que la acompañara a San Jacinto cada mañana, y más de una me llevó también al mercado del Altozano y a las tienditas de telas y costura del barrio; al año siguiente, cumplidos mis doce, empecé a ir a la escuela. Para entonces mi padre era ya capataz en el muelle del Batán y ganaba lo bastante para cambiarnos a una casa más grande en la calle Azucena, y hasta para comprar un televisor, qué locura, éramos los únicos del barrio que lo teníamos pero todas las demás niñas sí salían a la calle. Veía con mi madre el parte y los concursos, pero a mí lo que más me gustaba eran las películas, sobre todo las de policías, vi muchísimas y ni pestañeaba, eso me dice mi madre todavía cuando voy a visitarla. De esa misma buena época llegó también un Seílla 600 de segunda mano que mi padre pagó a plazos y con el que íbamos ya no solo a las procesiones de Gilena, sino también de excursión a echar el día en el campo o en los pantanos, una vez también fuimos a conocer Córdoba y otra a Cádiz y comimos allí. El Martes Santo siguiente a cumplir mis quince años, no sin resquemor de mi madre, que al final consintió llevarme, crucé por primera vez el puente de Triana y puse el pie en Sevilla, para ver la procesión de la Hermandad de la Candelaria.

Cogí la escuela con tantas ganas que los maestros aconsejaron vivamente a mis padres que aprovecharan la agudeza y la curiosidad extraordinarias de su Candelaria y le dieran estudios tantos años como pudieran. Como aquella nana Isabel soñó que podría haber hecho algún día la niña perdida Aurora de haber nacido varón, a los dieciocho comencé mis estudios de medicina, la única mujer del Barrio León en la Facultad y quién sabe si en toda la Universidad, de eso no pude enterarme. A principios de los setenta, una futura médico en Sevilla sólo podía esperar terminar como pediatra, ginecóloga en el mejor de los casos con mucha suerte y tesón y una familia que le despejara el camino, y yo había nacido y crecido en el Barrio León y por ninguna de esas salidas sentía disposición ni gusto. Abandoné en el tercer curso sabiendo muy bien lo que de verdad quería hacer. No fue fácil ni siquiera para aquella niña de tan extraordinarias capacidades.

En diciembre de 2009, hace poco más de un mes, el Ministro presidió en Madrid una ceremonia de homenaje por el 30º aniversario de la primera promoción de mujeres inspectoras de policía en España. De aquellas cuarenta y dos que entonces juramos el cargo solo faltó María José, con la que coincidí en la Academia y luego trece meses en la Brigada de Estupefacientes de Sevilla. Después se marchó a Madrid, y trabajando para la Central de Información la mató a bocajarro un balazo de ETA. Hicimos buenas migas desde el principio, continuamos hablando casi a diario cuando se fue de aquí y creo que en estos treinta años nunca he dejado de conversar con ella. No he vuelto a llorar desde entonces, ni siquiera en el entierro de mi padre. Ni siquiera cuando cayó en mis manos un antiguo informe del caso de Aurora Pineda, desaparecida en la puerta de la iglesia de San Nicolás de Bari en la tarde del 2 de febrero de 1954, el último día que nevó en Sevilla.

Abandoné Estupefacientes muy poco después de la Expo, cuando el periódico empezó a publicar enredos de los que yo había advertido reiteradamente por vía reglamentaria. No me sirvió para otra cosa que para ganarme la inquina de mis propios compañeros, tan machitos, tan pagados de sí mismos, tan sevillanos; sé que están rodando una película sobre todo aquello, un director de aquí, de La Alameda, ni siquiera iré a verla, para qué. En aquellas películas que yo veía de chica en el televisor de la calle Azucena y aún en las que hoy ponen en los cines, la policía de homicidios se dedica exclusivamente a investigar muertes violentas. Yo entré en la Academia creyendo eso mismo, pero en mis más de quince años en el Grupo de Homicidios apenas he trabajado en muertos, como ninguno de mis compañeros; nos dedicamos sobre todo a quienes quizás lo estaban pero pocas veces acabaron estándolo, los desaparecidos. No son pocos en una ciudad como esta, pero tampoco muchos los que no han terminado por aparecer por su propio pie o de nuestra mano la mayoría de las veces. Casi desde que entré en el Grupo tuve sobre mi mesa el caso de Ana Franco, una madre joven del Polígono Norte a la que se tragó la tierra en diciembre de 1997, también las madres desaparecen y por lo que sé el caso aún sigue abierto. Durante al menos dos años trabajé casi en exclusiva en ella. Una de las líneas de búsqueda me llevó a pedir informes de expedientes dormidos ya archivados en Madrid. En una de esas solicitudes periódicas me los enviaron todos, absolutamente todos, aún no sé si en un exceso de celo o por pura hartura de mí y mis ideas. Exactamente doscientos ochenta expedientes sin resolver en Sevilla capital, el más antiguo de los años veinte. Entre ellos estaba el de la niña Aurora Pineda.

“Tengo el honor de participar a V.S. que de las averiguaciones practicadas por personal afecto a esta Jefatura, resulta que…”. El informe no es demasiado largo, apenas diez folios mecanografiados a doble espacio. “Los datos que pudieron adquirirse son muy confusos y apenas se ha podido precisar…”. Añoro a María José, la única amiga que he tenido. Tal vez, nunca he pensado en ello, fue el recuerdo de su ataúd cerrado lo que me disuadió de pensar en formar una familia, de exponerme siquiera más allá de una noche, unos meses a lo sumo, siete el que más me duró, un compañero que tampoco arriesgaba a dejar dolientes. “Que Luisa C.P., de 38 años de edad, casada, natural y vecina de esta ciudad, con domicilio en la Calle Conde de Ibarra Nº 9 de la propia, refiere que, asomada a la ventana de su domicilio por ver la nieve caer, llamó su atención el paso anormalmente apresurado por esa misma calle de una mujer de mediana edad alejándose de la expresada iglesia de San Nicolás de Bari, con una niña de corta que no sabe precisar en brazos. Que no pudo distinguir el rostro de la mujer por llevar esta un pañuelo en la cabeza y no tener tiempo suficiente para verla y dificultárselo además lo copioso de la nevada. Que tampoco pudo ver apenas el de la niña pero está cierta de que lo era por llevar esta un abrigo de color rosa y el cabello rizado y peinado como es costumbre peinar a las hembras. Que la reseñada niña lloraba con un llanto muy vivo que la citada mujer procuraba apagar en lo posible poniendo una mano en su boca. Que la niña tenía una visible contusión en la barbilla que ella se figura producto de una caída propia de esas tempranas edades. Que las siguió con la vista observando cómo la mujer aligeraba aún más el paso por la citada calle hasta el punto de topar con algunos transeúntes. Que finalmente las perdió de vista a ambas, siempre una en brazos de la otra, a la altura de la Plaza de las Mercedarias. Que otros testigos que a continuación se relacionan acreditan en todo o en partes el relato de esta vecina pero no añaden ningún otro dato ni conjetura de provecho para las pesquisas…”.

No era necesario consultar el Registro Civil, me bastaban los fugaces e inesperados destellos de mi memoria y sobre todo las preguntas que nunca quise hacerme. Yo fui feliz en Triana, aun encerrada en la casa durante mis primeros doce años, sin escuela ni paseos ni amigos ni familia ni más trato con  mayores ni chicos que el que tuve con mis padres. Pero lo hice, nueve meses después de leer ese informe constaté que ninguna niña había nacido jamás en aquella casa de Regla Sanz y que la hija de aquellos inmigrantes de Gilena que con tanto esfuerzo construyeron un futuro para ella, la única estudiante mujer del Barrio León en la Facultad de Medicina, fue inscrita en el registro ya con doce años cumplidos, alegando desconocimiento de las leyes y los trámites. Aún están disponibles los archivos del antiguo Consejo Nacional de Auxiliares Sanitarios, no sería difícil seguir la pista de aquella Dionisia matrona titulada si en verdad existía y seguía viviendo. No en la calle López de Gomara ni en ninguna otra de Sevilla, la encontré en Barcelona gastando sus últimos años al cuidado de su hija, que me ayudó para convencerla de que me contara lo que yo ya sabía sin haberla escuchado: lo único que hizo respecto a mi madre fue confirmar lo que ya le habían dicho otras parteras en Gilena, que tenía las entrañas del revés y jamás engendraría hijos. Mi madre sigue viviendo en la calle Azucena, entre su pensión y mi sueldo podemos permitirnos una muchacha que está con ella cuatro horas al día. La llamo a diario y voy a verla cada semana, y en cada una de esas visitas le hago entre chistes la relación de los desalmados y bandidos que he atrapado en los últimos días.

Apenas se necesitan dotes, instrumentos ni trabajo policial para seguir la vida de Aurora Solís desde el mismo día de su nacimiento hasta hoy, basta con una hemeroteca. La familia contrató detectives privados, se sucedieron los habituales falsos avisos, medradores atrevidos y gentes anónimas que de buena fe o por ganas de notoriedad dieron rastros que a ninguna parte condujeron, todo ello con mucha más intensidad y constancia tratándose de un caso tan sabido, todavía hoy sigue sufriendo llamadas y cartas, imposturas y embustes. No quiso tener más hijos, se negó en redondo y contra toda evidencia confió siempre en que su Aurora aparecería algún día, por su propio pie o de nuestra mano. Enviudó con la misma edad que yo tengo ahora. Cada día de la Candelaria, no ha faltado ni uno desde entonces, va a San Nicolás acompañada de Isabel, ambas en la candorosa esperanza de que quizás quien se la llevó la traiga de vuelta a la puerta de la iglesia donde la vio por última vez, dando sus primeros pasos mientras ella la seguía riendo con los brazos extendidos, no fuera a abrirse la herida de la barbilla o a mancharse el abrigo. Allí mira cada febrero a las madres del año anterior llevando a sus hijos de la mano para entregarlos a Dios.

Hace diez años que abandoné el Cuerpo, retomé mis estudios de medicina y a mis cincuenta y siete ejerzo de ginecóloga en una clínica de Nervión. En los últimos tres febreros, yo también he estado en San Nicolás el día de la Candelaria. Las observo de lejos, desde la cristalera del Bar Mármoles, enfrente de la iglesia. Las dos tienen ya paso torpe pero siguen haciendo a pie el camino hasta la calle Moratín, imagino que ese empeño forma parte de la ceremonia del candor forzado y la marchita esperanza.

El 10 de enero de 2010 volvió a nevar en Sevilla, tras cincuenta y seis años sin un solo copo en la capital. Apenas cuajó, pero en cuanto vi las primeras gotas de aguanieve salí de casa sabiendo que las encontraría en la puerta de San Nicolás de Bari. Allí estaban, bajo la nieve blanda, agarradas del brazo, mirando gastadas a su alrededor en la plazuela vacía. No entré en el bar, me quedé fumando en la puerta. Aurora me miró fugazmente al pasar a mi lado y me dio los buenos días con su voz exquisita, ya arrugada. Isabel también lo hizo, pero apenas segundos después, subiendo la calle Muñoz y Pabón de vuelta a casa, giró la cabeza para observarme un instante antes de continuar el camino con su señora bajo la nieve. Nevaba en Sevilla el día en que la niña Aurora se perdió para siempre.

Foto de Cabecera: Fernando Ruso / Pepo Herrera / Ayto. de Sevilla

María

Nunca le tuve miedo a María. Ni tampoco a los guantazos de mi madre, que no fueron pocos porque donde no llega el espanto brota la curiosidad y a mí los ojos siempre abiertos de María me atraían como dinosaurios. Ni leves, no pocas veces me estrelló contra la pared y alguna me saltó un diente. Lo que de verdad me incomodaba, más que aquellas palizas que tampoco fueron tantas, más que no ir al colegio ni asomarme a las ventanas ni apenas pisar la calle, era el silencio, la obligación de aguantar las ganas de reír y de gritar y de saltar, de llorar también alguna vez; qué niño no es pasto varias veces al día del asombro, de la alegría o del capricho y para mí cualquier expresión sonora de todo ello estaba vedada. Para mí y también para Vicky el Vikingo y Pippi Calzaslargas, la necesidad de no hacer ruido también les concernía y en consecuencia nunca conocí sus voces. Las telenovelas y los concursos sí podían escucharse con la voz alta porque eso María se hubiera sentado a verlo, para eso tenía televisor en casa, quizás también para ver el parte aunque pocas veces lo vimos, a mi madre nada le interesaba de lo que sucediera más allá del barrio.

Me arrodillaba cuando mi madre no estaba para escrutar los ojos de María, intentando averiguar qué miraba tan fijamente y con tanto asombro, qué objeto o asunto la había dejado tan fascinada que ya no quiso cerrarlos nunca. Me ponía a su lado -sin tocarla, naturalmente, eso era lo más prohibido de todo- y procuraba alcanzar su misma línea de visión, pero lo único que distinguía eran las gastadas baldosas blancas y negras y las patas de la silla, y más allá el zócalo de la vieja alacena y en el hueco alguna vez una cucaracha o dos que siempre se me escapaban a pesar de que era otra de las reglas, matarlas a toda costa, a ellas y a las arañas y a cualquier otro bicho que pudiera tener la tentación de acercarse, sobre todo las hormigas; mi madre me tenía dicho que eran las más voraces y atrevidas y yo había podido comprobarlo: a pesar del perímetro de insecticida que cada día renovábamos, una rociada por la mañana y otra al acostarnos, un día vi una negra grande picoteando nerviosa su pupila, y otro dos pequeñas y rojas trepando desde su pie sin zapato muslo arriba, las atrapé justo cuando estaban a punto de desaparecer bajo las faldas del vestido y al hacerlo rocé sin querer a María, nunca se lo conté a mi madre pero no he olvidado el tacto, mezcla de tabla y musgo.

Yo entonces no sabía lo que era el musgo, le pongo nombre ahora, tantos años después de María y de mi madre, de aquella casa a pie de calle de un barrio dentro de un barrio, un antiguo islote en la ciudad olvidado e indeciso entre hundirse o echar a volar; no sabría deciros por cuál de las dos cosas optó, lo visité hace unos meses por primera vez desde entonces y de él solo queda el nombre y el gris ceniza. La casa de María, que durante tres años compartimos con ella, es ahora un edificio de cinco pisos sin balcones ni geranios, aquellos que mi madre regaba a escondidas por las noches, alargando por una rendija de la puerta del minúsculo balcón una fina manguera que yo me encargaba de mantener sujeta al grifo del fregadero. “Al menos ella tuvo compañía”; fue lo último que escuché de la boca de mi madre, en la sala de vis a vis de la prisión provincial. Acababa de ver en la televisión un caso parecido, eso me contó, también una mujer y también una cocina con suelo ajedrezado. Fui a visitarla todos los domingos durante el tiempo que estuvo allí. Después no habló nunca más y de la celda pasó al módulo psiquiátrico y allí murió, casi he olvidado sus rasgos que ya por entonces, con mis seis años, me parecían envejecidos aunque ella no había cumplido los veintidós. Se había quedado sin trabajo pocos meses antes de conocer a María, aunque en realidad nunca tuvo ninguno medianamente continuo, ni tampoco domicilio, nos mudábamos con frecuencia de un cuarto alquilado a otro y pasamos muchas temporadas en la calle.

Tampoco sabría deciros, no pienso mucho en ello, si aquella carencia de una vida mínimamente estable era causa o efecto de su enfermedad, como ella lo llamaba y en efecto lo era, aunque entonces todo el mundo lo consideraba un vicio infame, una desgracia para los más benévolos. De mi padre, huelga decirlo, jamás supe nada. María, como algunas otras ancianas solitarias del barrio, le entregaba una escueta gratificación a cambio de alguna ayuda puntual con los recados, la limpieza o incluso el aseo personal. Más de una vez comimos en su casa y le dio a mi madre las llaves, cosa que nunca hicieron ninguna de las otras viejas, recelosas y desconfiadas, quién podría reprochárselo, yo mismo dudaba a menudo del juicio y las intenciones de mi madre. María era una mujer serena, afable y benigna, ahora diría que incluso hermosa a pesar de su edad y sus achaques, de ella no he olvidado el rostro delgado que tenía forma de corazón, la media melena tan blanca como la piel, recogida con horquillas negras, los labios largos y delicados y aquellos ojos grandes y azules que tanto tiempo tuve de mirar. A mi madre le hubiera gustado cerrárselos pero decidió que no rozarla siquiera, dejarla exactamente como la había encontrado, era lo más sensato. No cubrió su cuerpo y dejó siempre medio abiertas una ventana y la puerta del balcón para que le llegara una corriente de aire. Intuyó con buen tino que así tardaría en oler pero con los días y las semanas descubrió sorprendida que era más efectivo de lo que esperaba porque después de meses María solo parecía más encogida y eso sí, su piel pálida se oscureció y se endureció, ya nunca hubo que espantar a las hormigas; cuando por fin la dejamos sola en aquella casa y aquella ciudad fría y seca, estaba tan rígida y marrón como la funda del sillón del salón, que era bueno, de cuero.

Me hubiera gustado besarla en la mejilla para despedirme pero eso, ya os lo he dicho, estaba severamente prohibido por mi madre, que siempre pensó, inocentemente quizás, que si no había huellas nuestras nadie podría acusarnos de nada grave porque nada habíamos hecho, solo acompañarla, velarla durante tres años, eso diría a la policía si alguna vez nos descubrían y no hubiera mentido. Pero en tres años nadie preguntó jamás por María, nadie notó su ausencia y seguía habiendo luz en las bombillas y agua en los grifos; mi madre concluyó con razón, eso lo supe después, que tanto su pensión de viuda como sus pagos estarían en el banco y esa rueda seguiría girando por inercia para nuestra ventura, tres años seguidos sin mudarnos. Solo en los últimos meses mi madre vio alguna vez el parte en la tele, recuerdo haber pensado sentado a su lado que aquel Generalísimo tenía bien puesto el nombre, debía haber sido grande y bueno de verdad si tanta gente hacía cola para verlo y lloraba por él. Mucho mejor que María sin duda, a la que nadie echaba de menos aunque a mí me acariciaba el pelo y hasta me regaló un geyperman soldado con prismáticos y saco de campaña. Yo desde luego no la he olvidado, ni su sonrisa limpia y viva ni su pie descalzo, que había quedado sobre una baldosa negra, y en una blanca la bonita cabeza ladeada con su último pensamiento dentro.

La muerte de aquel general bueno, quizás incluso más osado y audaz que mi geyperman, no solo había trastornado a los que hacían fila para verlo sino también al barrio y puede que a toda la ciudad, eso no lo sabía porque hasta los nueve años nunca traspasé las vías ni el descampado. “Las cosas empiezan a moverse”, eso decía mi madre cada dos por tres y un día incluso me besó en la cabeza. Tenía una conocida en otra ciudad muy lejos a la que se llegaba en tren que le había prometido trabajo en una peluquería. Dejamos la puerta del balcón y la ventana entreabiertas para que María siguiera disfrutando de aquella corriente de aire frío que tanto la beneficiaba y salimos de madrugada sin hacer ningún ruido, pensando que nunca volveríamos a aquella casa ni a ver a María. Nos equivocamos en las dos cosas. A pesar de que seguía enferma o enviciada, según se mire, mi madre trabajó durante meses en la peluquería de la ciudad nueva y alquilamos un cuarto con una cama y derecho a baño en otro barrio parecido al que habíamos dejado, el mismo gris ceniza pero sin televisor. Antes de acostarse, cada noche se encerraba en el baño y regresaba a la habitación que compartíamos mucho más aliviada, con los ojos un poco idos, retirada por una horas del mundo y de sí misma. Una madrugada me despertaron sus temblores, a los que ya estaba acostumbrado, casi siempre tenía frío, pero esa vez también los ojos muy abiertos, se había sentado en la cama y miraba aterrorizada a la pared de enfrente en la que yo solo veía una silla vacía y sobre ella el cuadro de un ciervo que un poco de miedo sí daba, pero no tanto. A partir de aquella, casi todas las noches despertaba igual, estremecida y llorando unas veces mientras pedía perdón y suplicaba lastimeramente, otras gritando e insultando a la silla que yo seguía viendo vacía.

Acabó por contagiarme su enfermedad porque con los días yo también empecé a ver a María sentada frente a nosotros, bajo el cuadro del ciervo, con las misma palidez y el mismo vestido con que la encontramos tirada en la cocina y la abandonamos tres años más tarde ya mucho más morena, el mismo pie descalzo, las manos recogidas sobre el regazo y el gesto tranquilo, observándome en silencio. La primera vez que la vi allí sentada, lo único distinto era que no tenía horquillas y así el pelo blanco le caía sobre los hombros, pero después de varias noches de sudores en los que aún hoy no sé si estaba dormido o despierto noté otros cambios: un amanecer sus ojos no eran azules sino negrísimos y desde la boca cerrada le corría un hilo de sangre que se perdía en el escote de su vestido; así la contemplé un rato, más curioso que asustado, hasta que de pronto los ojos se le vaciaron porque no eran tales sino dos cucarachas grandes  y gordas que escaparon por sus mejillas, y el hilo de sangre se desbarató a la misma velocidad en un tropel de hormigas rojas que ocuparon aquellas cuencas vacías y le picoteaban desde el pecho hasta la frente. Entonces sí grité, mucho más y mucho más fuerte que mi madre hasta que desperté a los inquilinos de los otros cuartos de la casa, gente que como nosotros andaba siempre mudándose de cuarto en cuarto.

Ninguno de los dos mejorábamos con el tiempo sino todo lo contrario, mi madre empezó a faltar al trabajo y su conocida acabó por echarla de la peluquería, y como además seguíamos metiendo escandaleras por las noches, también nos echaron del cuarto y mi madre pensó que lo más sensato era armarse de valor, así me lo dijo haciendo la maleta y me dio otro beso en la cabeza, coger el tren de vuelta y regresar a casa de María. Lo único que en aquellos meses había cambiado en el barrio eran los carteles, ahora había muchos pegados en los postes y en los muros con fotografías de hombres que querían ocupar el puesto del general muerto, ninguno de ellos parecía tan valiente como él, ni siquiera como mi geyperman, que me traje de vuelta para protegernos mutuamente si al llegar encontrábamos a María otra vez pálida y sentada en una silla y no sobre las baldosas de la cocina como la habíamos dejado, todo era posible para una mujer enferma y un niño contagiado. Llegamos a la casa muy silenciosos ya bien entrada la madrugada, casi abrazados uno al otro y los dos a mi soldado y antes de encender la luz siquiera empujamos muy despacio la puerta de la cocina, lo hice yo porque mi madre no se atrevía y temblaba de sus fríos pero también de angustia y miedo. María no estaba sentada en una silla pero tampoco tumbada en el suelo de la cocina; en el rincón que durante tres años habitó ahora solo había baldosas como las demás pero un poco más amarillas las blancas y más grises las negras. Seguía habiendo luz y agua y nevera y geranios en el balcón, nada parecía distinto ni movido de sitio excepto María. Quizás cuando nos fuimos le dio susto o pena estar sola allí tirada, o se había cansado de mirar lo que fuese que mirase con sus ojos azules tan abiertos y había decidido levantarse sin dejar más huella que su silueta amarilla y gris sobre el ajedrez del suelo.

Podía estar viendo la televisión, o acostada en su cama o bañándose, eso le dije a mi madre y ella asintió en silencio, parecía una niña asustada, me dio un poco de pena. No se fio del coraje de mi soldado de plástico, cogió un cuchillo del cajón de la alacena y así recorrimos la casa agarrados de la mano, me clavaba las uñas y tiritaba muchísimo. El televisor estaba apagado y el baño vacío, igual que el cuarto donde yo dormía. También me tocó a mí abrir la última puerta, la del dormitorio que durante tres años fue de mi madre y tantos otros, tantísimos, de la dueña de la casa, de la benéfica y encantadora María. Allí estaba, durmiendo apacible en su cama, con la luz del pasillo vi sus ojos por fin cerrados y su respiración tranquila; estaba soñando con cosas buenas, tan plácidas y dulces que su rostro había rejuvenecido hasta el punto de que me costó un rato reconocerla. La misma cara delgada con forma de corazón, la misma piel blanca, los mismos labios largos y delicados y también los mismos ojos grandes y azules, aunque eso solo lo vi cuando por fin la luz y los balbuceos de mi madre la despertaron y los abrió de par en par. Era María pero con el pelo oscuro y por lo menos treinta años más joven, igualita que en las fotografías que siempre tuvo en el salón, de cuando no era mucho mayor que mi madre y acababa de mudarse a aquella casa.

No os voy a engañar, de lo que pasó después de que la joven María abriese sus ojos de cielo apenas puedo contar nada cabalmente porque mi madre me dio un empujón y como loca se abalanzó con el cuchillo en la mano. Escuché tirado en el suelo del pasillo los gritos de las dos hasta que solo quedaron los de mi madre. Tanto gritaba y tantas desquiciadas cuchilladas seguía pegando en aquel cuerpo y después en los muebles, en las paredes y hasta en los cristales de la ventana, que la policía apenas tardó cinco minutos en tirar la puerta y detener su furia a balazos, cojeó hasta el final de sus días. Apenas me llevaron a verla dos o tres veces a la cárcel hasta que cumplí la mayoría de edad, aunque en los días siguientes a todo aquello también vi fotografías suyas en la televisión. De la María dos veces muerta nunca supe más que lo que en las semanas y aún los meses siguientes dijo el parte, que alguna tarde nos dejaban ver en el orfanato después de los dibujos. Ella también había sabido de su madre por las noticias, cuando contaron del hallazgo de una anciana solitaria que llevaba casi cuatro años momificada sobre el suelo de su cocina sin que nadie la hubiese echado de menos, ni siquiera su única hija, que había pasado la vida mudándose de cuarto en cuarto hasta que se enteró por la televisión de que por fin tenía un lugar para vivir. Esa palabra sí que me asustó, porque las momias eran cosas de películas de miedo y yo nunca le tuve miedo a María.

Tulipanes

Para Josepepe, que aquí  supo de aquellas hogueras.
Para Rebeca, que avistó a los náufragos.
A la memoria de las olas.

El Joanet de la barca sabe lo que es carne y lo que son tulipanes. Eso anda diciendo en la iglesia.

Le escucha a su espalda en silencio, apretando los tallos con las uñas para sacarles más sustancia antes de echarlos al cazo. Poca agua y menos tallos, la sequía mengua el pozo y cría brotes duros y encogidos, en horas buscando a la vera de los caminos apenas recoge un cuartillo aprovechable. Cuando por fin hierve el agua se chupa el dedo corazón hasta el nudillo, se arrima a él y se sienta a horcajadas sobre sus rodillas para darle el pulgar y el índice.

-No me dejes siempre a mí el dedo gordo, mujer -le dice con una sonrisa burlona y fatigada después de chupar sus dedos, antes de lamer el escote y buscarle los pezones hinchados-.

-Yo no ando las higueras de sol a sol.

-Pero tienes dos bocas -dice posando la palma en su vientre-.

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Lo no venido por pasado

Recuerde

Durante cuánto tiempo tuve la misma foto. No lo recuerdo, cómo podría. A finales de febrero la cambié por una tomada por mí mismo años antes, la estatua de Manrique al contraluz del crepúsculo azul sobre el pico del Yelmo. Horas después, Eugenia envió un corto mensaje para saludarme, elogiar la foto y preguntar, curiosa y cordial, quién era el hombre de la efigie que había elegido para mi perfil. Contesté y ella continuó la charla, qué tal has empezado el año, guapo, hace meses que no hablamos. Ahí siguen mis palabras, las leo de nuevo ahora, “He enterrado a mi padre, he leído a Coetzee, he viajado a Inglaterra”. Tardó, también lo veo ahora, varios minutos en procesarlas, sin duda desconcertada por el laconismo y la brutalidad de mi respuesta, sírvanme estas líneas como la disculpa que entonces no supe ofrecer. Agradecí sinceramente sus condolencias y sus muestras de cariño, contesté a sus nuevas preguntas, caricias de vieja amiga en realidad, no estaba interesada en mis respuestas ni yo en dárselas pero de qué otra forma podía ella continuar ni yo corresponder, acabamos en lo más trivial: Desgracia es el título de la novela aunque quizá no esté bien traducido, tú lo sabrás mejor; el viaje fue el de siempre, Gloucester, Oxford, Bath, Wells, esta vez también Cardiff y Bristol, nos despedimos hablando de Banksy y Massive Attack. No quise contarle que me acordé de ella en Christ Church ante la imagen de Alice Liddell, la niña que fue más tarde la Alicia de Carroll, habría preguntado sin duda por la razón de tan extravagante asociación y yo no hubiera sabido qué contestar. Durante la misa cantada en la catedral de Gloucester tuve probablemente unas décimas de fiebre, me llovió durante todo el día, floté muchos minutos en el país de las maravillas envuelto en aquellas voces angelicales del mismo modo que tantos años antes, de la mano de Eugenia, me había sucedido en el Monasterio de Suso, la negra espalda y el abismo del tiempo, también lo recordé y también preferí no mencionarlo en la conversación por whatsapp. Bendita Uge, eternamente desconcertante y desconcertada, siempre tan lejos del suelo. Tú y yo vamos a querernos mucho, niño. Conservo un viejo papel con unas palabras de amor y dos versos sobre su firma, “Ayer y mañana comen oscuras flores de duelo”.

Avive, despierte Leer Más

La ley innata

Dulce introducción al caos

Se hacía llamar Claude. A pesar del acento, nunca he creído que fuese su verdadero nombre. Puta leída o hermosa casualidad, la última mujer a la que he pagado, una improbable prostituta parisina en Brooklyn, aunque me aseguró que no era la única. No dijo mucho más en las dos horas que pasé con ella, solo alguna lánguida sonrisa y los términos estrictamente profesionales. La Claude de Brooklyn se parecía demasiado a la Claude de Trópico de Cáncer, pero nada le pregunté al respecto, no dio pie, la percibí desde el principio distante y derrotada, impaciente por abandonar mi dormitorio. Meses después, al llegar a casa, releí el largo pasaje de Miller sobre las abundantes y precisas diferencias entre Claude y Germaine, subrayé algunas frases en su momento. “No era de las que metían prisa, Germaine. Se sentó en el bidet a enjabonarse y estuvo hablando, afable, conmigo, de esto y de lo otro; le gustaban mis pantalones bombachos. Très chic, en su opinión. Después de ponerse de pie para secarse, sin dejar de hablarme con simpatía, dejó caer la toalla de repente y, avanzando hacia mí despacio, comenzó a restregarse la almeja con cariño, pasándole las manos despacito, acariciándola, dándole palmaditas y palmaditas. Hablaba de ella como si fuese un objeto extraño que hubiese adquirido a alto precio, un objeto cuyo valor había aumentado con el tiempo y que ahora apreciaba como nada en el mundo. Al echarse en la cama, con las piernas bien abiertas, la apretó con las manos y la acarició un poco más, mientras murmuraba con su ronca y cascada voz que era buena y bonita, un tesoro, un pequeño tesoro. Claude no era así, aunque yo la admiraba enormemente: por un tiempo pensé incluso que la amaba. Claude tenía alma y conciencia; también tenía refinamiento, lo que no es bueno en una puta. Claude comunicaba siempre una sensación de tristeza; daba la impresión, inconsciente desde luego, de que no eras sino uno más añadido a la corriente que el destino había prescrito para destruirla. Digo inconsciente porque Claude era la última persona en el mundo capaz de inspirar conscientemente aquella imagen. Era demasiado delicada, demasiado sensible para eso. Claude era simplemente una buena chica francesa con educación e inteligencia de tipo medio a quien la vida había estafado de algún modo; había algo en ella que no tenía fuerza suficiente para resistir el embate de la vida cotidiana. Germaine era puta de pies a cabeza, hasta el fondo de su buen corazón, su corazón de puta, que no es en realidad un buen corazón, sino un corazón indiferente, blando, que puede sentirse conmovido por un momento, un corazón sin referencia a un punto fijo interior, un gran corazón blando de puta que puede separarse por un instante de su centro auténtico. Con Claude había siempre cierta delicadeza, hasta cuando se metía bajo las sábanas contigo. Y su delicadeza ofendía. ¿Quién va a querer una puta delicada? Aunque es magnífico saber que una mujer tiene inteligencia, la literatura procedente del frío cadáver de una puta es lo último que se debe servir en la cama. Germaine estaba en lo cierto: era ignorante y lasciva, ponía alma y corazón en su trabajo. Era puta de pies a cabeza… ¡y esa era su virtud!”. No me cabe duda de que Trópico de Cáncer sufriría de nuevo en nuestros días intentos de censura, hoy ya no por la dominante moral burguesa que la condenó al ostracismo durante treinta años y aún al cabo de ellos se resistió en los tribunales para que nunca fuese publicado. “No estoy demasiado interesado en el feminismo, a pesar de que comparto sus reivindicaciones básicas”. Me sorprendí hace poco a mí mismo dando esa respuesta y luego a solas me pregunté si realmente hay alguna idea o reivindicación en la que esté verdaderamente interesado. Las hay, afortunadamente, pero en el fondo todas son morales, éticas, no políticas. Eso creo. El ejemplar de la novela es de Susi, se lo devolví hace días, solo una parva excusa para visitarla sin que me percibiese de nuevo como el ex novio compasivo que gasta algo de su tiempo en arreglarle las sábanas o acompañarla a dar un paseo. Pero sonrió al verme. Leer Más

Azucena

De ella, primero los ojos y unos minutos más tarde el nombre, para mí poco común y tan sonoro. Y con el tiempo su maciza figura sentada, escribiendo rayas en el cuaderno o mirando por la ventana, la espalda encorvada y la mejilla vencida sobre la mano, absorta, una más de las desalentadas amapolas que mecía el viento permanente en el descampado al que asomaba aquella sala de juntas recién mudada en aula, todavía olía a pintura y a yeso.

No faltó un solo día a clase y fue la primera a la que pregunté el nombre, pura casualidad prefiero recordar pero tal vez fueron ya sus ojos, no era fácil sustraerse a ellos, enormes y negros y tristes o sólo ensimismados, subterráneos en todo caso como las lánguidas e infrecuentes sonrisas, en cualquier circunstancia parecía prestar poca atención y desistir pronto, de hecho su presencia puntual y constante siempre se me antojó más renuncia y resignación que voluntad o acuerdo. Vivía sin hermanos con sus abuelos y aunque nunca lo supe di por sentado que la asistencia a las clases para adultos era su purgatorio, la imposición de un hombre que la consideraba demasiado joven para empezar a trabajar o de una mujer que disponía para ella una segunda oportunidad, o más probablemente sólo anudarla al tiempo en ambos casos, un año más para la niña y a ver luego. Nunca supe dónde estaban sus padres, si los veía o siquiera si vivían. De esas cosas, en caso necesario, se encargaba Olvido, pero nunca me contó nada sobre Azucena. Leer Más

El cielo protector

Qué podemos saber realmente del pasado si la memoria es tan indulgente o embustera, tan arbitraria y antojadiza en el mejor de los casos. Creo que eso lo dijo Mónica pero cómo estar seguro, tal vez fui yo, hablábamos sobre ese tipo de cosas y terminamos por estar de acuerdo, quizá yo con ella pero es probable que su recuerdo sea el contrario, que fui yo quien lo formuló de ese modo y ella quien se mostró conforme. Y sin embargo percibo nítidamente el sabor demasiado dulce de la cerveza y los olores que llegaban desde la plaza, veo con absoluta claridad el paquete de tabaco y el mechero blanco sobre la mesa y los aros en sus orejas, aquellos grandes de plata. Qué recordará Mónica sobre esa noche, la última juntos asomados a Djemaa el Fna, tal vez a su memoria se le antoje que fue la penúltima, cómo saberlo. La Wiki llama a la plaza Yaama El Fna, ya lo he visto transcrito de mil modos, me pregunto con qué nombre la recuerda ella y si aún tiene esos pendientes, los perdía a menudo pero siempre acababan por aparecer en algún lugar inesperado.

“Son estorninos”. Contestó a mi espalda sin que yo verbalizara la pregunta, con una sonrisa franca en los labios, tal vez satisfecha de haberse adelantado a mi curiosidad mientras se ajustaba esos pendientes y el vestido azul con manchas negras, o quizá las formas eran azules y el fondo negro, tampoco podría precisarlo ahora del cielo recién anochecido sobre Marrakech, la misma mezcla de azul y negro del vestido, me sorprendió la casualidad, la coincidencia en los colores de dentro y de fuera de la habitación, pero estoy convencido de que ella ni siquiera recuerda el detalle. El cielo protector, tan viejo y ensimismado, tan ajeno a las bandadas de pájaros que tratan de agotarlo en vano como al desierto y a la ciudad, a los enigmas de las ventanas enrejadas de la medina, los balcones de los hoteles caros, la silueta remota de los palmerales o las luces del alminar de la Kutubia, las vi encenderse mientras fumaba apoyado en la baranda. Anda, ayúdame a abrocharme el vestido. Me sobran por lo menos cinco kilos, eso dijo mientras me ofrecía la espalda, o tal vez sólo tres, seguro que ese número sí lo recuerda, aún se queja a menudo de que nunca está en su peso, ayer mismo en el pie de la foto que envió por whatsapp, como una disculpa o una autocrítica preventiva, nunca supe discernir eso, ni contestar entonces como realmente quería hacerlo: eres la mujer más hermosa del mundo. Lo dije en los años que siguieron, varias veces, pero siempre a destiempo y mal, así lo recuerda ella. Leer Más